La serie de revoluciones populares conocida como Primavera Árabe ha derrocado los regímenes autoritarios de países como Túnez, Egipto y Libia, mientras en este momento la evolución de los acontecimientos en Siria, donde los insurrectos intentan acabar con el gobierno de Bashar Al Assad, sigue siendo incierta. La raíz del descontento en todos estos países está en la pobreza, pero el verdadero problema reside en los factores que la propician.
Si tomamos el caso de Egipto, vemos cómo los tremendos obstáculos económicos a los que se enfrentan sus habitantes surgen del modo en que allí se ejerce el poder político, monopolizado por una pequeña élite. La consecuencia ha sido un estado corrupto y una sociedad que no puede hacer valer ni su talento ni su deseo de superación. El poder ha generado una gran riqueza para unos pocos ciudadanos, a costa de la miseria de la mayoría de la población.
Los países más pobres, ya sean Corea del Norte, Sierra Leona o Zimbabue, lo son por las mismas razones que Egipto. Si Reino Unido y Estados Unidos, por poner dos ejemplos, son naciones prósperas, se debe a que sus ciudadanos acabaron en su día con las élites que controlaban el poder, dando así lugar a sociedades donde los derechos políticos alcanzan a todos, donde los gobiernos son responsables de sus acciones y donde la gran mayoría de la población puede beneficiarse de las oportunidades económicas.
Para entender esto mejor, tenemos que estudiar el pasado. Así, la revolución de 1688 en Inglaterra transformó, mejorándola, la vida política y económica del país y propició finalmente la Revolución Industrial. Más recientemente, países como Japón, Brasil o Botsuana han logrado cambiar la inercia de sus sociedades y se han transformado políticamente en modelos que permiten el progreso de sus habitantes. El reto para Egipto y el resto de países árabes es conseguir una evolución semejante.