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En las últimas décadas del siglo XIX y primeros veinte años del siglo XX, el nacionalismo cristalizó como principal factor de desestabilización de la política europea. Con Maurras, Barrès y Acción Francesa, en Francia; con D’Annunzio, Marinetti y el futurismo, Corradini y la Asociación Nacionalista Italiana, en Italia; y con Treitschke, H. S. Chamberlain, la Liga Pangermánica, la Sociedad Colonial Alemana, la Liga Naval y grupos y organizaciones similares, en Alemania (y Austria), el nacionalismo se definió como la principal alternativa ideológica al liberalismo. Bajo su inspiración y liderazgo, el nacionalismo devino una doctrina autoritaria, antidemocrática y antiparlamentaria, un nacionalismo de la derecha, que cifraba la política en la exaltación del Estado y de la nación y que, en el caso alemán, incorporaba, además, ideas de superioridad racial y antisemitas y una especie de irracionalismo mesiánico y biológico sobre el destino singular de las razas germánicas. En Francia, el nacionalismo mantuvo vivo el revanchismo antialemán —tras la derrota francesa en la guerra franco-prusiana de 1870— y erosionó la legitimidad de la III República, el régimen político del país de 1870 a 1940; en Italia, abanderó el irredentismo contra Austria, que aún retenía importantes territorios italianos, debilitó el sistema liberal y preparó el clima para la entrada del país en la I Guerra Mundial y para el fascismo de la posguerra (1919-22). El despertar de las nacionalidades provocó la primera gran etapa de movilización étnico-secesionista de la política europea.