El Realismo fue el movimiento cultural y artístico de la sociedad burguesa, contraria a las fantasías idealistas del Romanticismo. La observación directa de la realidad hace que la vida real se transforme en objeto estético en un ejercicio extremo de verosimilitud, siendo este el último bastión de la teoría mimética surgida del academicismo.
Así, en las últimas décadas del siglo XIX los artistas se erigieron en notarios implacables de las nuevas realidades que estaban emergiendo en un mundo en plena transformación, tanto en el mundo rural como, sobre todo, en los nuevos escenarios urbanos surgidos tras la industrialización. Lejos de una mirada costumbrista y pintoresca, como había sucedido hasta entonces, los pintores denunciaron en sus obras, a veces con una inmediatez cruda y descarnada, los aspectos más críticos y revulsivos de las desigualdades sociales de su entorno, como las consecuencias de la pobreza en sus múltiples variantes, la explotación de las mujeres y la infancia, las penalidades del trabajo de los más desfavorecidos o las injusticias del poder hacia el proletariado oprimido, pero también los avances esperanzadores del progreso científico, como la nueva medicina, a modo de redención salvadora de la salud precaria de los más pobres.