“Monstruosa progenie”: el mito de Frankenstein, 200 años después de su nacimiento
Con motivo del bicentenario de la publicación de la novela original de Mary Shelley, la profesora Isabel Burdiel, catedrática de Historia de la Universidad de Valencia y Premio Nacional de Historia, pronunció el jueves 24 de mayo la conferencia “Monstruosa Progenie: Frankenstein en la Academia” en la sede madrileña de la Fundación BBVA. La conferencia completa está disponible en el vídeo que encabeza esta noticia.
18 mayo, 2018
Doscientos años después de su publicación en 1818, Frankenstein ha demostrado poseer, según la profesora Burdiel, “una capacidad monstruosa para multiplicar sus significados” y se ha convertido “en uno de los mitos más perdurables del mundo occidental, trascendiendo su época histórica y enlazando con las inquietudes más contemporáneas”. Con motivo de su bicentenario, la historiadora analizó en su conferencia la génesis y el extraordinario impacto de la novela de Mary Shelley en la cultura contemporánea.
El título hace referencia a una frase que escribió la propia Mary Shelley en el prefacio a la tercera edición de su novela, publicada en 1831: “Y ahora, una vez más, permito que mi monstruosa progenie salga a la luz y prospere”. Según señaló Burdiel, en aquel momento la autora de Frankenstein ya era consciente –tras el éxito de las dos ediciones anteriores y una obra de teatro inspirada en el libro que se estrenó en 1823– de que “había creado un ser que escapaba a su control, que tenía una monstruosa, extraordinaria y quizás terrible capacidad para devorar el nombre, la identidad y las propias intenciones de su autora”.
La idea original de Frankenstein nació una noche del oscuro y lluvioso verano de 1816 cuando Mary Shelley tenía apenas 19 años, y Lord Byron le lanzó a ella y a su marido, el poeta romántico Percy B. Shelley, el reto de escribir el “cuento de fantasmas” más terrorífico que pudieran imaginarse. Lo que nadie hubiera podido concebir entonces es que aquella historia se convertiría en uno de los grandes iconos de nuestro tiempo, al saltar de la novela al teatro y luego al cine, inspirando más de 100 películas. Además, según explicó la profesora Burdiel en una entrevista concedida antes de pronunciar su conferencia, “aquel relato que hizo fortuna en la cultura popular traspasó también sus fronteras y hoy se estudia en los más diversos programas académicos, desde la historia de la ciencia a la filosofía, la ética, la crítica literaria feminista o la historia política”.
Los peligros de “jugar a ser Dios”
Decía el gran antropólogo francés Claude Lévi-Strauss –en una frase que cita Burdiel en su edición crítica de Frankenstein, publicada por Cátedra– que “un mito es una mentira que dice una verdad”. ¿Cuál, entonces, es la verdad revelada por la fábula del monstruo imaginado por Mary Shelley? Según la historiadora, “la verdad –o más exactamente las verdades a veces contradictorias entre sí– que cuenta Frankenstein tienen que ver con las inquietudes del hombre moderno respecto a que las fuerzas políticas, económicas, tecnológicas y científicas convocadas en nombre del progreso puedan volverse incontrolables o convertirse en lo contrario de lo que se quería que fuesen. Algo así como el lado oscuro de las buenas intenciones”.
Hoy, 200 años después de su nacimiento, no cabe duda de que Frankenstein sigue siendo el icono de la ciencia que “juega a ser Dios”, una idea implícita en el subtítulo que la propia Shelley le puso a su novela: El moderno Prometeo. De manera reiterada, los medios de comunicación recurren al mito de Frankenstein para advertir sobre los posibles riesgos de la investigación científica que se atreve a manipular la vida, o incluso a “fabricar” nuevos organismos en su laboratorio.
De hecho, en los últimos años, la fábula del monstruo engendrado en el laboratorio que se rebela contra su creador se ha invocado repetidamente para alertar sobre los supuestos peligros de muchos de los principales hitos de la ciencia contemporánea: desde los alimentos transgénicos (denominados Frankenfoods por las organizaciones ecologistas), la clonación de la oveja Dolly y la fabricación de ADN sintético, hasta la edición genética de la técnica CRISPR, la implantación de chips en el cerebro (el “hombre cyborg”) o la creación de robots más inteligentes que los humanos que podrían rebelarse contra sus creadores.
No cabe duda de que Mary Shelley conocía bien la ciencia de su época. “Sabemos por sus diarios”, explicó Burdiel, “que las conversaciones sobre descubrimientos científicos eran muy habituales entre los Shelley y Byron y en las tertulias de la casa de su padre, el filósofo William Godwin”. En este contexto, la idea que más le fascinó e inspiró era que la electricidad podía ser el origen de la vida, y que podría reanimar a los organismos. Ese interés por las relaciones entre electricidad y vida era una de las grandes discusiones de la época en la que participaron, por ejemplo, Erasmus Darwin, el abuelo de Charles Darwin, y el químico Sir Humphry Davy, que creía que fusionando la química con la electricidad, se podrían regenerar organismos.
Además, según destacó Burdiel, “Shelley también conocía el trabajo de Franck von Frankenau, que claramente inspiró el nombre del protagonista de la novela, un científico alemán que investigaban sobre la posible reanimación de tejidos biológicos. Frankenstein no es, por tanto, un cuento de fantasmas gótico totalmente fuera de la realidad, sino que habla de cosas que realmente se estaban intentando en la ciencia de aquel momento y es una novela que está totalmente embebida en el ambiente científico de su época”.
Por todo ello, para Burdiel es evidente que “una parte fundamental de la energía que hay en Frankenstein y su capacidad para inquietar” tienen que ver con su lectura como fábula moral sobre los peligros potenciales de la ciencia, o más bien del científico irresponsable que se desentiende y abandona a sus creaciones. Pero lo interesante, en su opinión “es que habla de los peligros de ‘jugar a ser Dios’ en todos los sentidos: científico pero también político y moral”.
Los “monstruos” de la “ingeniería social”
Hay que tener en cuenta, destacó Burdiel, que Mary Shelley era hija de dos grandes pensadores “revolucionarios” de la época. William Godwin era un filósofo radical que defendió un extravagante proyecto de ingeniería social en su obra más conocida, Investigación acerca de la Justicia Política (1793). “Fue un utópico que postuló un mundo perfecto donde no habría conflictos ni desigualdades, una especie de socialismo utópico previo a Marx. Incluso llegó a plantear que en ese mundo perfecto no habría sentimientos, porque si hay sentimientos, hay conflictos”, explicó la historiadora.
Su madre, Mary Wollstonecraft, fue la pionera del feminismo anglosajón y autora de su Vindicación de los Derechos de la Mujer (1792). “No llegó a conocerla”, recordó Burdiel, “porque murió precisamente cuando dio a luz a su hija, pero ella misma dice que la presencia y el eco de la madre muerta, de su pensamiento y de su vida la acompañó siempre, no siempre en términos positivos o fáciles de sobrellevar”. Desde una perspectiva distinta a su marido, como parte de su reflexión feminista, Wollstonecraft también se planteó el problema de los sentimientos y del amor como algo conflictivo potencialmente para las mujeres. “No creía que debieran dejar de amar, sino que debían pensar de qué manera librarse de concepciones del amor y del deseo que podían esclavizarlas. Había que volver a pensar sobre cómo se construyen los sentimientos y si los sentimientos aprendidos pueden llevar a la subordinación, a la sumisión”, explicó la historiadora.
Desde cierto punto de vista, según Burdiel, Frankenstein puede interpretarse como la inquietud de Mary Shelley respecto a la “ingeniería social” y las “utopías frías” que defendían sus progenitores, ya que ella había experimentado en su propia vida “que ‘el sueño de la razón produce monstruos’ no sólo cuando está dormida y deja a los prejuicios anti-ilustrados a su albedrío, sino también cuando la razón, insomne, cree poder crear un futuro perfecto, una humanidad bendecida, un final de la historia, una solución final…” En este sentido, la historiadora considera que la fuerza icónica del mito de Frankenstein tiene mucho que ver con el hecho de “une las distintas inquietudes o ansiedades del hombre moderno ante el temor a que las fuerzas convocadas para lograr el progreso se vuelvan contra sus creadores, que han pretendido crear una sociedad perfecta”.
Sin embargo, Burdiel quiso dejar claro que “no se trata, en absoluto, de defender una visión reaccionaria sobre el progreso, sino de reflexionar sobre las preguntas y los dilemas morales que plantea y sobre las utopías de perfección. Mary Shelley medita sobre eso que Isaiah Berlin llamó, parafraseando a Kant, ‘el fuste torcido de la humanidad’. Por eso es radicalmente romántica, y moderna”.
Una novela romántica sobre la identidad
No hay que olvidar, recordó también la historiadora, el hecho de que Frankenstein surge en pleno apogeo del Romanticismo, y la influencia que ejerció Percy B. Shelley, uno de los poetas más destacados de este movimiento, sobre su esposa. “La ingeniería social que defendían los padres de Mary, típico de la Ilustración previa a la Revolución Francesa, es cuestionada para una generación Romántica que ha vivido los monstruos que ha construido la Revolución”, explicó. “La idea de que pueda existir una sociedad perfecta o una solución final, que en el caso de sus padres tiene mucho que ver con la anulación de los sentimientos, es exactamente lo contrario a lo que plantean los Románticos de su generación, que es la exacerbación y la glorificación del sentimiento, el sentimiento como libertad y rebeldía”. Desde este punto de vista, la historiadora señaló que “Frankenstein ha sido considerada erróneamente una novela gótica. Creo por el contrario que es claramente una novela romántica, una de las grandes”.
Precisamente la influencia del Romanticismo se percibe en otro de los grandes temas que aborda la novela: la construcción de la identidad, de lo que somos, y de cómo es la mirada de los demás lo que determina nuestra imagen de nosotros mismos. “Frankenstein refleja la idea Romántica de que los seres humanos se construyen en su relación los unos con los otros. El monstruo no sabe que es un monstruo, simplemente percibe que es rechazado por los demás, y cuando mira su imagen en un estanque, reconoce que es el monstruo que dicen que es. Él reconoce su identidad porque se la han inculcado los demás al rechazarle”, explicó Burdiel. “La novela, por tanto, plantea una reflexión sobre cómo se construyen las identidades, y sobre todo cómo se decide que alguien es monstruoso y se le obliga a convertirse en un monstruo. La criatura es buena y virtuosa, pero es el rechazo del que es objeto lo que le convierte en un monstruo. En ese sentido, Frankenstein explora la relación entre el yo y el otro en la construcción de la identidad, que es un tema clásico del Romanticismo”.
Por todo ello, más allá de sus advertencias respecto a los peligros potenciales de la ciencia o la ingeniería social “irresponsable”, para Burdiel “este cuento de fantasmas tuvo y todavía tiene una dimensión de viaje estremecedor a la propia identidad como la fuente (o no) de toda inquietud, de todo terror. Es una reflexión sobre cómo se crean los monstruos, sobre la tenue línea que separa lo normal u ordinario de lo extraordinario o monstruoso. Una reflexión sobre quién define lo que es normal o monstruoso, sobre qué presupuestos, cómo se alcanza la autoridad de definir, y qué efectos tiene”.