El día 7, el monarca Carlos IV recibe en palacio a los capitanes de navío Alejandro Malaspina, José Bustamante y Dionisio Galiano y al teniente Ciriaco Cevallos. El ministro Antonio Valdés oficia la ceremonia. Los homenajeados dispensan al rey el tradicional besamanos. Hace dos meses que Alejandro solicitó la recepción. La carta llegó al despacho del ministro, quien supo que besar la mano de su majestad era el «único descanso» al que aspiraban los comandantes de la Descubierta y la Atrevida en pago a sus desvelos. Verdad a medias. La aduladora muestra de gratitud, respeto y lealtad es sincera, pero también encierra la noble intención de embelesar al monarca consiguiendo su bendición para gastar lo que no hay. El súbdito pide dinero para ordenar los materiales. ¿Cuánto? Poco, la cantidad necesaria para pagar el traslado y la manutención en Madrid de cuatro personas; una suma ridícula comparada con las cifras manejadas en los últimos cinco años. Costear el viaje y dar de comer al hambriento, qué menos se puede pedir. Informan los periódicos de cosas sabidas, las obviaremos. Lo ignorado es el valor de las mercancías, de la plata transportada por el convoy al que unieron sus baterías las corbetas protegiéndolo del revolucionario francés. La cantidad asciende a la friolera de ocho millones de pesos. Suma que, a no dudar, puso de buen humor al soberano. Desvela el Mercurio que, llegados a tierra, el ministro Valdés continúa patrocinando la expedición, sigue velando por sus intereses. Los resultados del viaje no tardarán en presentarse al público, concluye el cronista. Buenos deseos, falsas ilusiones.
El tiempo no pasa en vano. Ni la monarquía es la de antaño ni don Alejandro se reconoce en el atrevido capitán de fragata que un día lejano salió a circunnavegar el globo. La experiencia lo modeló afianzando sus principios, consolidando su filosofía del bien común. Termina la función, suenan los aplausos. En la soledad del camarote el comandante se enfrenta a la eterna encrucijada, decidir cuál será su nuevo papel en la «gran comedia del mundo». ¿Quizás ha llegado el momento de retirarse? ¿Acaso sea esta la última oportunidad para salir del escenario arropado por las ovaciones? La duda lo atormenta. Ignora incluso sus planes inmediatos. Hay desidia en su comportamiento. Actúa impulsivamente. Renunciar al ascenso a brigadier ha sido un error. En un ambiente dominado por las intrigas palaciegas, consolidar la posición resulta la mejor opción. Malaspina es un hombre conocido en el juego de la vida cortesana. Se sabe querido y estimado, se siente unido a lo más sabio y virtuoso del país. Lo mueven el trabajo y el amor por los semejantes, cualidades que no lo ayudarán a cumplir su deseo de reformar una monarquía que no quiere regenerarse. La partida se juega con cartas marcadas, y la va a perder.
En los primeros meses de 1795 Alejandro elabora una memoria sobre la paz con Francia que hace llegar al ministro de Estado, Manuel Godoy, por mediación de Antonio Valdés. Los folios lo identifican como un peligroso rival. Las páginas merecen el desprecio del mandatario y, lo peor, le ponen sobre aviso. Malaspina descubre sus intenciones, ha decidido meterse en política. Su futuro pende del hilo absolutista de su graciosa majestad. En marzo asciende a brigadier. Su nombre suena como próximo ministro. Será pasando por encima del cadáver de don Manuel. Ambos lo saben. El relato de la expedición deja bastante que desear. Los problemas se multiplican. Ha trabajado mucho y no obtuvo en proporción. Al menos el consulado de Cádiz se compromete a publicar la obra. A primeros de noviembre obtiene una licencia de cuatro meses para viajar a Italia. No la hace efectiva y pierde la oportunidad de salir airoso del infame trance que lo acecha. La noche del 23 de noviembre Malaspina es arrestado en su domicilio de Buenavista. Después, por los mismos hechos, idéntica suerte corren el religioso Manuel Gil, colaborador en la redacción del viaje, y la marquesa de Matallana, dama de compañía de la Reina. La noticia prende como la pólvora. El gobernador de Madrid teme que la detención del marino ocasione tumultos dada su popularidad. Los motivos del arresto se ignoran. Los rumores toman la calle. Los más atrevidos hablan de un complot contra el brigadier. Los fantasiosos achacan el arresto a la venta de una isla descubierta en el Pacífico. La situación es impredecible e incierta. Los amigos andan temerosos. Durante días, Malaspina permanece incomunicado en el cuartel de las Guardias de Corps. Reunido el consejo de Estado, el viernes 27 el monarca ratifica el procesamiento de los encarcelados, acusados de conspiración. El juicio se desarrolla con premura. Los imputados están desprotegidos. Ni siquiera pueden nombrar defensor. Preside el tribunal el obispo de Salamanca. Transcurridos cuatro meses, no hay ni pruebas ni confesiones. El proceso entra en un punto muerto pero Godoy sabe cómo salir del atolladero. Arbitrariamente, Carlos IV firma un decreto condenando a los inculpados. Alejandro Malaspina es degradado y expulsado de la Armada, condenado a la pena de diez años y un día de privación de libertad encerrado en el castillo coruñés de San Antón. Seis pasó rodeado de agua, encerrado entre viejos muros levantados sobre un solitario islote. Tuvo tiempo para pensar, leer y escribir.
¿Qué sucedió? En los últimos tiempos Malaspina olvida los diarios de navegación y da un paso al frente en su afán regeneracionista. Confiado en sus posibilidades, el brigadier busca la manera de informar al rey sobre los desmanes cometidos por el ministro Godoy, de contarle la vida licenciosa que practica, de mostrarle la incapacidad del arrogante sujeto para gobernar; en tres palabras, planea su destitución. En la trama participan la reina María Luisa y la marquesa de Matallana. Su majestad lo hace por despecho al amante. El joven ministro hace tiempo que no visita su alcoba, y los celos la mortifican. La pasión ciega a la primera dama. La Matallana tiene amistad con Alejandro. Es una intrigante cualificada y está en su salsa. La reina es mujer de poco fiar y oculta sus verdaderas intenciones. Pretende atraer al infiel para dejarse caer en sus brazos sacrificando a los cómplices. Una táctica conocida. No es la primera vez que la usa. Malaspina desconfía, hasta el punto de que del memorial que reciba doña María Luisa ni una palabra sale de su puño y letra. Él dicta y la marquesa escribe. Nunca podrán relacionar su caligrafía con el documento. Otra dama de la corte, María Frías Pizarro, querida y confidente del ministro, está al tanto de los hechos y pone al amante en situación. Tampoco falta un confesor que cuenta los pecados regios. La reacción de Godoy al descubrir la intriga es radical: eliminar al rival. Si pudiese, rodarían cabezas.
Domingo 22 de noviembre, monasterio de El Escorial. El consejo de Gobierno celebra reunión extraordinaria para deliberar sobre el caso Malaspina. El primer ministro toma la palabra, expone su relato. Es un hábil orador. Además, quienes lo escuchan no tienen la menor intención de contradecirle. Sabiéndose ganador, tergiversa los hechos, retuerce los argumentos, inventa una conspiración, convirtiendo un asunto personal en una causa de Estado. Alejandro carece de apoyos en la sala. Su otrora valedor, Antonio Valdés, dimitió recientemente del cargo de ministro para quitarse de en medio. Carlos IV, más interesado en ir de caza que en impartir justicia, resuelve el asunto con la detención inmediata de los inculpados, tal y como desea Godoy.
Marzo de 1803. Alejandro Malaspina desembarca en Génova. La pena de prisión fue conmutada por el destierro. La mediación de Napoleón ha surtido efecto logrando su excarcelamiento. De Génova se traslada a Mulazzo, donde hace cuarenta años que no pisa. Vive en Italia, pero sus ojos miran con pesar hacia la otra orilla del Mediterráneo. Piensa en cómo volver. Amigos no le faltan. Dinero, tampoco. Los últimos meses de su vida fueron duros. Una grave enfermedad postra al marino en cama. El 9 de abril de 1810, en su residencia de Pontremoli, «a las 10 de la noche dejó de vivir el docto y célebre señor Alejandro Malaspina de Mulazzo». La noticia aparece en la Gazzetta di Genova nueve días después del óbito. Murió sin cumplir el sueño de regresar a su patria adoptiva.
El 19 de abril de 1793 la expedición alcanzaba el archipiélago de Mayorga, referido por el capitán Cook en su tercer viaje como Vavao o de los Amigos. Todo presagiaba una agradable estancia y un descanso reparador, si se tenían por ciertas las noticias del marino inglés sobre el carácter amistoso de sus habitantes. Los primeros días se destinaron al examen de los alrededores y a consolidar los lazos de amistad con los indígenas, cuya actitud fue en todo momento cordial, agasajándoles continuamente con bailes y cava, la bebida tradicional.La última actividad de la expediciónen las islas fue la toma de posesión del archipiélago en nombre deCarlos IV.
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