Por aquel entonces, dos convoyes oficiales enfilan anualmente el Atlántico desde aguas gaditanas, protegidos, eso sí, por galeones para ahuyentar al pirata: el conocido como la Flota de Nueva España, con destino Veracruz, y el llamado de los Galeones de Tierra Firme, rumbo a Cartagena de Indias y Portobelo. Con este vaivén marinero, la popular Tacita de Plata es un hervidero de mercancías consecuencia del monopolio comercial disfrutado por la ciudad hasta la década de los ochenta. Del otro lado se recibe azúcar, café, cacao, harina, pimienta de tabasco, tabaco, lana de vicuña, pieles de guanaco, cueros, tintes, oro, plata, cobre, embarcándose chacina, aguardiente, vino, lienzos, paño y demás. La economía marca la pauta con ultramar, y la monarquía española contempla tan alejados dominios como una fuente inagotable de riqueza. Tremenda heredad por disfrutar.
Aquellas lejanas tierras son un espacio soñado por los sabios europeos. Un halo mágico envuelve a sus moradores, derivado de las noticias, muchas inventadas, que los buques mercantes traen a Occidente. El modo de desvelar el misterio y conocer la verdad es simple, arriesgado y caro: viajar para explorar in situ. Con esta misión, voceando el santo nombre de la ciencia, desde la vieja Europa se organizan expediciones que recorren el mundo rastreando lo desconocido. Costosas empresas navales con una derivada política sustancial, sin la cual jamás hubiesen salido de puerto. De este conjunto expedicionario, los viajes protagonizados por el inglés James Cook, el francés Jean François Galaup, conde de La Pérouse, y el italiano Alejandro Malaspina destacan sobremanera, componiendo una tríada viajera continua en espacio y tiempo, reflejo fiel de los intereses cruzados que España, Francia e Inglaterra despachan allende los mares, disputándose el control de ingentes recursos naturales. Pesca, minería, ganadería, peletería, agricultura, industria maderera son argumentos que valen su peso en oro para pelear por un puesto, o todos, en la margen izquierda, o derecha, según se mire, del océano Atlántico. Este fue el ilusorio, polifacético, prolijo y proceloso mar del poder por donde navegó el oficial de la armada española Alejandro Malaspina, consumando un pretendido «viaje científico y político alrededor del mundo» impulsado por su graciosa majestad el rey Carlos III.
Nace Alejandro un 5 de noviembre de 1754 en la localidad italiana de Mulazzo, de la que su padre, Carlo Morello, era marqués. Igual de notable resulta la línea materna, pues su madre, Caterina Meli Lupi, pertenece al linaje de los príncipes de Soragna. Cuenta Alejandro ocho años cuando la familia se traslada a Palermo. Luego viene la ciudad de Roma y más tarde su viaje a España, ingresando en la gaditana escuela de guardiamarinas. Corre el año 1774. Su carrera militar es vertiginosa. Sube veloz el escalafón, alcanzando el grado de brigadier al regreso del famoso viaje. Méritos no le faltan en su hoja de servicios, que recoge la participación en numerosas y enconadas campañas militares. Lo encontramos embarcado en la fragata Santa Teresa defendiendo la ciudad de Melilla, sitiada por la hueste marroquí; y estuvo presente en el asedio a Gibraltar por el ejército español en 1780. Durante el combate los ingleses capturaron el navío San Julián, de cuya tripulación forma parte. Una fuerte tempestad descarga sobre la zona. Impetuosas olas zarandean la embarcación mientras el pertinaz aguacero inunda la cubierta. La confusión se generaliza. Un intrépido, astuto y despabilado teniente de fragata, de nombre Alejandro Malaspina, supo sacar provecho al desorden; sublevó la marinería, recuperó el control de la nave y regresó a Cádiz. Se corrió la voz. Tocando puerto, el clamor popular inunda la bahía celebrando la hazaña.
El tiempo aporta madurez y sosiego al viajero. Los objetivos del marino varían, se vuelven trascendentes. La década de los años ochenta es el punto de inflexión. Comienza una etapa orientada a explorar el Nuevo Mundo. Viajar le sirve para sumar millas, para coger experiencia, abriendo ojos y mente a un panorama desolador donde desigualdad, injusticia y corrupción, mal gobierno en definitiva, son la resultante de un sistema colonial obsoleto, decadente. Desde entonces, las preguntas rondan por la cabeza del ya capitán soliviantando su pensamiento: ¿cómo se puede gobernar América sin conocerla?, ¿cómo hacerlo ignorando la realidad? Resolver la incógnita con conocimiento de causa exige buscar la verdad, ver el territorio en primera persona, ampliamente, en profundidad. Cumplida esta etapa, la tarea resulta más sencilla, pues consiste en analizar los hechos para diseñar un orden administrativo respetuoso con la idiosincrasia de una comunidad plural, espacial y socialmente distante de la metrópoli. Su último viaje, la expedición que le ha dado fama, tuvo este sello de identidad. Malaspina viajó para ser útil a España. En el empeño gastó su tiempo, y no le faltaron ni tesón ni coraje ni prudencia, ni mucho menos el deseo de ver para conocer, esclarecer y comprender, para, en definitiva, instruirse sobre el planeta y la vida de quienes lo habitan, siguiendo la filantrópica idea de construir una sociedad más justa, regida por el principio del bien común. ¿El objetivo? Extender la prosperidad humana a todas partes. Su expedición fue un utópico e inefable viaje hacia la libertad persiguiendo la felicidad de los demás. Otro sueño de la razón con sus correspondientes monstruos.
Cádiz, 30 de julio de 1789. Hace días que las corbetas Descubierta y Atrevida están preparadas para hacerse a la mar. Gobernadas por los capitanes de fragata Alejandro Malaspina y José Bustamante, ese jueves emprenden la misión de circunnavegar el globo. El 21 de septiembre de 1794 las embarcaciones regresan al puerto gaditano. Han transcurrido cinco años. Finaliza la aventura. No dieron la vuelta al mundo, pero exploraron minuciosamente mares y tierras de América, Asia y Oceanía. Leyendo su diario, sabemos que Malaspina halla la lógica satisfacción por concluir un viaje del cual se siente complacido y cansado. Al regreso, es la monarquía de otro Carlos, el cuarto, quién le juzga, y razones tiene para meditar las consecuencias de sus actos. No acabó en la cárcel por casualidad, pasando una larga temporada encerrado en un húmedo presidio. ¿Cuál es la causa del infortunio?
Cualquier lector de Trafalgar, el primero de los Episodios nacionales escritos por Galdós, es libre de sospechar algún parentesco entre Alejandro y la acomodada familia Malespina: José María y Rafael, padre e hijo, oficiales del cuerpo de artillería, que pronto recorren las páginas del relato. Avanzando en la lectura, el propio Galdós satisface nuestra curiosidad, deshace la confusión desmintiendo cualquier relación con el célebre marino. ¿Hacia dónde conduce la insinuación? Sopesamos interpretar la alusión, incluido el cambio de vocal, como una llamada de atención encubierta; como un guiño literario al personaje y a su viaje, sí, pero más todavía a otra historia posterior protagonizada por su majestad Carlos IV, la reina María Luisa y el ministro Godoy, con la participación estelar de Alejandro Malaspina en el papel de traidor. Cuando en octubre de 1805 la flota inglesa derrota a la armada española en las inmediaciones del cabo Trafalgar, hace un par de años que Malaspina expía sus pecados contra la nación desterrado en tierras italianas. Antes, por el mismo delito, pasó unos cuantos recluido entre las cuatro paredes de una inhóspita, herrumbrosa y húmeda mazmorra del castillo coruñés de San Antón. Fueron otros viajes, obligados, innombrables, ignominiosos, caminos tramposos transitados con dolor y deshonra. Los pormenores de la conjura se narran al final. Adelantamos que la historia no es ejemplar: venganza, deseo, traición, odio, poder, despecho, rencor son las pasionales razones que mueven los hilos de este folletín regio.
Las páginas siguientes contienen la relación del viaje y sus circunstancias, hermanando palabras e imágenes. El relato es una travesía polifónica, narrada por las voces solistas del comandante Malaspina, del capitán Bustamante, del teniente coronel Antonio Pineda y del guardiamarina Fabio Ala Ponzone. La puesta en escena incluye actores invitados, pero no hay prisa por conocer sus nombres. Empleando estosmimbres hicimos el cesto de una historiamayúscula versionada en minúscula buscando una divulgación de calidad, con fundamento literario. El resultado, sin duda, es un libro diferente de los tantos que lustran la bibliotecamalaspiniana. Con él damos respuesta, una entre muchas, a la iniciativa científica y cultural desplegada desde el proyecto de investigación Expedición de Circunnavegación Malaspina 2010: Cambio Global y Exploración de la Biodiversidad del Océano Global, liderado por el profesor Carlos Duarte. Y no olvidamos conmemorar los doscientos años del fallecimiento de Alejandro Malaspina, ocurrido el 9 de abril de 1810 en la localidad italiana de Pontremoli. Contribuir a su memoria es el homenaje.
Recordatorio final. Sepa el lector que «nada ocurrió como se cuenta, pero todo es verdad». Cualquier historia se narra de muchas maneras; esta es la nuestra.
El 19 de abril de 1793 la expedición alcanzaba el archipiélago de Mayorga, referido por el capitán Cook en su tercer viaje como Vavao o de los Amigos. Todo presagiaba una agradable estancia y un descanso reparador, si se tenían por ciertas las noticias del marino inglés sobre el carácter amistoso de sus habitantes. Los primeros días se destinaron al examen de los alrededores y a consolidar los lazos de amistad con los indígenas, cuya actitud fue en todo momento cordial, agasajándoles continuamente con bailes y cava, la bebida tradicional.La última actividad de la expediciónen las islas fue la toma de posesión del archipiélago en nombre deCarlos IV.
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