Pasaron fatigas, demasiadas penalidades, tantos peligros. El trópico diezmó con sus fiebres los efectivos. La tripulación en nada se parece a los fortachones norteños que pisaron la cubierta en Cádiz. Débiles e inexpertos marineros filipinos ocupan su lugar. Tampoco las corbetas son las mismas. Hielos, vientos, tormentas, fríos y calores deterioraron al hombre y a la máquina. La expedición no está capacitada para mayores esfuerzos. Desandar el camino recorrido es la solución. Regresarán por donde vinieron, renunciando a circunnavegar el globo. Antes recorrerán las aguas del Pacífico en su tramo por Oceanía admirando el cristalino, envolvente, evocador azul turquesa de un mar del Coral convertido en aguamarina.
Los barcos aprovechan la brisa de la tarde para doblar el farallón de la Monja, abandonando la bahía de Manila. Cae la noche. Sopla el terral. Siguen navegando. Costean el archipiélago rumbo al sur. Un transitar apacible, favorecido por el aire del nordeste, que los empuja hacia Mindanao. Siete días bastan para avistar la rada de Zamboanga, en la planicie occidental de la isla. Buscan y encuentran sus arenosas playas, perfumadas por la fragancia que centenares de plantas aromáticas difunden desde la orilla. Una fortaleza milenaria domina el paraje. Ayer fue refugio de los cristianos ante la hueste pagana; hoy es su socorro frente al sanguinario filibustero. La visita es obligada. El gobernador los aguarda. Ha preparado exquisitos presentes y amenas fiestas para celebrar el encuentro. Serán quince días de trabajo y diversión. La aguada, el acopio de leña, limpiar las embarcaciones, contemplar las estrellas, observar la naturaleza son labores cotidianas que ponen a cada cual en su sitio. Un par de marineros realizan un trabajo singular. Diariamente recorren las inmediaciones recolectando verdolagas silvestres. Cargaron verde para aburrir. La planta previene el escorbuto. Ignoran por qué, pero funciona. La vulgar lengua de gato es mano de santo. Les aporta vitamina C, calcio, magnesio, potasio, hierro, y se puede consumir fresca o cocinada. Frecuentará el puchero durante meses porque estos marineros la comen en potaje. Aprenderán a distinguirla por su sabor ácido y salado.
Diciembre cuenta sus primeros días. Las previsiones meteorológicas son malas. Se espera temporal coincidiendo con el novilunio. Conviene partir. En la mañana del día 5 se ultiman los detalles para reanudar la navegación. Tres embarcaciones enfilan veloces las aguas costeras. ¿Serán piratas? Secuestraron a seis nativos que mariscaban confiados en la playa. Nadie da un céntimo por la vida de estos inocentes. Las tropas del fortín acuden al rescate. Las lanchas de las corbetas, también. Tienen el viento a favor, quizás consigan alcanzarlos. La táctica es simple, cortar la huida del enemigo cercándolo en alguna ensenada. Llevan horas porfiando. Tiempo perdido. Vuelven de vacío y la tripulación cansada. Con el alboroto la salida se aplaza. Pasan la tarde recogiendo verdolagas. Malaspina no quiere que falten. Le preocupa la salud de su gente. El paladar menos. Levaron anclas en la medianoche del día 6. La maniobra es lenta. A las cuatro de la mañana abandonan el fondeadero empujados por una marea favorable. Enfilan la costa de Mindanao, rumbo al Pacífico. La travesía no fue fácil. Batallaron con chubascos, tormentas, corrientes y vientos monzónicos, movidos siempre por el ansia de nuevos hallazgos que electriza a los descubridores. El día 22 alcanzaron las aguas del océano. Navegan también de noche. Lo hacen en conserva, garantizando la seguridad del segundo buque. Alternativamente, una corbeta dirige la derrota precediéndola a distancia de una milla. Anuncia las maniobras y anticipa los peligros a la luz de la luna o en la oscuridad de las turbonadas. El año nuevo de 1793 lo celebran en alta mar, a la altura de Nueva Guinea. Un monótono discurrir de bordos, una sucesión continua de latitudes y longitudes los conducen hacia las Nuevas Hébridas. Costas rocosas cubiertas por la bruma que avistan en la mañana del 11 de febrero. Falta un buen trecho hasta la bahía de Dusky, en el extremo sur de Nueva Zelanda, su destino. Ahora los días duran más, las estrellas brillan con particular intensidad y la atmósfera tiene un temple agradable, estimulante, escribe Malaspina.
Madrugada del 25 febrero. Las corbetas se aproximan a Dusky Bay. Piensan atracar con las primeras luces. No imaginan el riesgo que corren. La niebla cubre la costa. Amenaza temporal. La fuerza del viento aumenta peligrosamente. En el litoral, las ráfagas del nordeste arremeten con violencia. Imposible fondear. Peligra la integridad de los barcos. Por la tarde todavía será peor. La mar gruesa y el viento huracanado baten las naves. La arboladura se resquebraja. Las roturas del aparejo y el velamen son preocupantes. Carpinteros, herreros y ayudantes trabajan a destajo controlando los daños reparables. Otros achican el agua, que irrumpe a borbotones por todas partes. Están a merced de los elementos. Crujen los mástiles, el casco trema entre las olas. Las corbetas se mantienen con velas de trinquete y gavia para evitar que los golpes de mar inunden peligrosamente la cubierta. La alarma cunde entre los marineros. El miedo se palpa. Los rostros expresan angustia, desasosiego, temor. Una avería resultaría fatal en circunstancias tan adversas, sería una tragedia. Tienen suerte. El temporal amaina sobrepasadas las doce de la noche. Por la mañana no hay rastro del viento ni del oleaje. Solo entonces recobran el resuello. La tempestad llegó y desapareció por sorpresa. El susto ha sido monumental. La expedición vino con la única intención de medir la gravedad en el paralelo 45. Juiciosamente, el comandante renuncia a la ciencia. Aprendió la lección y no se expondrán a un nuevo frente, que destrozaría los barcos. Ocasión tendrán de usar el péndulo cuando regresen, a uno u otro lado del cabo de Hornos. Escarmentados, abandonan los confines antárticos rumbo a la costa australiana. Van como alma que se lleva el diablo, a todo trapo. En solo tres días, el 28 de febrero, más de setenta leguas los separan de un mal recuerdo. La tripulación necesita descanso, las naves un repaso a conciencia y todos recuperar el ánimo.
Noventa y cinco días duró el viaje de Filipinas a Australia. Son mares conocidos y no hubo descubrimientos, anota Fabio en su correspondencia. Sí calcularon cada metro de costa avistada, aseguraron cada posición, buscaron la ruta más conveniente; trasladaron las matemáticas a la geometría plana de la cartografía. Con estos mapas será difícil perderse. Doce de marzo. El día está despejado, hay viento a favor y mar gruesa. La bandera inglesa ondea distante. A las diez de la mañana la Descubierta fondea en Puerto Jackson; la Atrevida lo hace algo más al sur. Un lugar hermoso, acogedor, sensorial, con encanto. El paraje es un obsequio para los sentidos: muchas ensenadas, algunas islas pequeñas, escarpadas orillas sombreadas por arborescentes ficus. Un bote atraca junto a la Atrevida. Es el emisario del gobernador que vino a conocer las novedades de los extranjeros. La entrevista es cordial, respetuosa, sincera. El idioma no es problema porque el alférez Jacobo Murphy domina el inglés e irá personalmente a corresponder al gobernador. El oficial da cuenta de la odisea padecida anteayer detallando los daños ocasionados por el huracán, remarcando el cansancio de los marineros, señalando las necesidades de agua y leña. Pide autorización para levantar el observatorio astronómico y solicita permiso para el despliegue de los naturalistas. Poderosas e inocuas razones que la autoridad comprende y atiende. La pesca abunda en estas aguas, refugio de exquisitos manjares culinarios. Como las piezas recién compradas a unos pescadores, atentos a vender la mercancía. La tripulación está dispuesta a comprobarlo. Se armaron los botes y los marineros se disponen a mejorar el almuerzo con algún suculento pescado. Murphy regresa al atardecer acompañado por el juez togado, el ayudante mayor de la plaza y algunos oficiales. Vienen en son de paz, a dar la bienvenida. Quieren hacer amigos y colaborar, si fuera necesario.
Las ráfagas de viento esparcen sobre cubierta el aguacero que desde las dos de la mañana arrecia sin interrupción. La lluvia dura unas cuantas horas. Dan las seis. Las corbetas están a la vela trasladándose algo más al sur, al desembarcadero de Sidney Cove, donde la expedición establecerá el cuartel general. Sídney es un asentamiento reciente, del año 1788. Un fuerte y un penal dieron origen a la colonia. Las órdenes de Malaspina son tajantes. Pretende imponer un riguroso régimen castrense: control militar de cualquier actividad, vigilancia nocturna de las instalaciones, recuento dos veces al día de tropa y marinería, prohibición de consumir bebidas alcohólicas, acceso a las corbetas denegado a las mujeres. El sistema dio sus frutos. El 27 de marzo las naves están preparadas para zarpar. La porfía de los hidrógrafos y la curiosidad de los botánicos las retienen en puerto. Las restantes serán jornadas de diversión, dedicadas a confraternizar con los honorables ingleses. En una barraca próxima al observatorio se improvisa un alegre merendero. Aquí conversan los hombres de pro, acompañados de sus señoras. Toman chocolate y degustan productos españoles, incluido el benéfico vino de Sanlúcar. Hoy esperan al gobernador, que aceptó la invitación a bordo de la Descubierta. Un día luminoso, muy apropiado para la celebración. Es recibido con honores de teniente general. Brindan por los reyes, por las autoridades de la colonia, por las damas presentes. A cada brindis suenan los cañones. «¡Viva el rey!», grita la marinería mientras la banda del regimiento local interpreta God save the king. La tripulación también tuvo sus momentos de distracción. La juerga fue consentida. Hubo marineros que empalmaron cuatro días seguidos de fiesta y gozaron de las oportunidades del lugar. No regresaron, los trajeron. Al más mínimo descuido se pierde la voluntad y el ímpetu se desboca, la persona sucumbe a la bebida, el sujeto se enfanga en el vicio, seducido por mujeres de vida disoluta. La conducta de muchas es tan libertina que, comparadas con ellas, las prostitutas de otros lugares dan ejemplo de castidad. Son comentarios vertidos por Alejandro en su diario.
Amanece el 11 de abril. La dotación desamarra las corbetas y tardan poco en largar velas. Navegan veloces, con todo aparejo, alejándose de la costa antes de que se calme el viento. Olvidaron visitar la gran barrera coralina. Ahí encalló el barco del capitán Cook. Se dirigen al norte de Nueva Zelanda. Polinesia es su destino, las islas Tonga. Buscan el puerto de El Refugio en la isla Vavao. Transcurridos quince días, sesenta leguas los separan del litoral neozelandés. El tiempo amenaza con cambiar a peor. Las condiciones atmosféricas no presagian nada bueno. Los horizontes cargados, la cercanía del plenilunio, el viento recio soplando a ráfagas, la masiva confluencia de aves, todo anuncia temporal. Un pronóstico certero. A medianoche el viento empuja las velas con violencia. Los embates del mar son continuos. El agua cubre la cubierta. La lluvia y la cerrazón del cielo impiden la visión. A duras penas se distinguen las corbetas. Un marinero de la Atrevida cae al agua arrastrado por el oleaje. Imposible rescatarlo. Cuarenta y ocho horas se mantuvo activo el frente. Los daños son cuantiosos. Improvisadas reparaciones remedian las averías más urgentes. Mayo comienza en calma, una vez superada la posición de Nueva Zelanda. Tres semanas escasas faltan para arribar a puerto. Veinte de mayo. La noche ha sido lóbrega, con chubascos y viento fresco. Atrás quedan los primeros arrecifes. Un laberinto de pequeñas islas encadenadas. Entre brumas, pasadas las cinco de la mañana avistan la costa. Es la isla Vavao, una plataforma coralina con arenosas playas pobladas de cocoteros. La primera canoa se acerca. Transporta a tres nativos curiosos, que regresan encantados con las sencillas bagatelas de colores recibidas como regalo.
Al atardecer las corbetas fondean en El Refugio. Los nativos son ahora multitud. El jefe Dubou, un anciano corpulento, sube a la Descubierta antes de atracar. Tiene prisa por ganarse la confianza de los desconocidos. Ha viajado ostentosamente en una canoa doble construida de una sola pieza. Trae regalos de bienvenida —una cachiporra, una gallina y algunas raíces vegetales— y saluda amistosamente al comandante. Estas gentes ni se abrazan ni se estrechan la mano al estilo europeo, rozan nariz con nariz en señal de afecto. Nadie entiende a los nativos, pero los gestos son suficientes para adivinar el significado de los sonidos. El jefe Tumoala accede a la Atrevida. Las escenas se repiten. Al poco rato las naves son un gran bazar donde utensilios y comestibles se cambian por abalorios y ropa. Las mujeres se muestran zalameras, insinuándose por el capricho de cualquier friolera. La vigilancia es mucha pero los robos resultan inevitables. Los indígenas son hábiles sustrayendo objetos. Un nativo invadió los camarotes de estribor de la Descubierta, apropiándose de varias indumentarias. Sigiloso, alcanza la canoa y se marcha. No irá lejos. Los guardias se percataron y dieron la alarma. La noche puso fin al trueque. Hombres y mujeres son expulsados sin miramiento. La tranquilidad vuelve a las islas de madera. Conviene descansar. Para mañana la lista de tareas es amplia. Comenzar la aguada, iniciar el acopio de leña, situar el observatorio, empezar los reconocimientos hidrográficos, poner en funcionamiento la fragua. Herreros y carpinteros tienen entretenimiento reparando el casco y la arboladura, muy dañados por el temporal.
No tardó el jefe principal, Vuna, en hacer acto de presencia. Está contrariado porque suplantaron su autoridad. Viene cargado de regalos. Conoce la generosidad de estos navegantes y desea ser correspondido con la distinción que merece su rango. Las jornadas pasan entre muchos quehaceres y bastantes distracciones. Las ocupaciones son repetidas, nuevas las diversiones: degustar el cava, bebida fermentada que los naturales consumen como agua, y deleitarse con sus bailes. Danzas que los nativos escenifican en la playa entonando hermosas canciones. Ritmos tribales agradables por su simplicidad y la seductora sonoridad de voces e instrumentos. Buen clima, buena música, bebida abundante, bellas mujeres. Descubrieron el paraíso. Malaspina se muestra risueño y distendido, sentado en la playa bajo los cuidados de dos atractivas muchachas de busto desnudo con prominentes senos. Al menos, así presenta la escena el sugerente dibujo realizado por el pintor Ravenet.
Hoy los oficiales se levantaron graciosos, incluido Alejandro. Vuna será la víctima inocente del buen humor general. Le pierden las mujeres y morderá fácilmente el anzuelo. El cebo es el lienzo de una agraciada señora de rasgos occidentales que se balancea seductora en una hamaca. La sensualidad del momento hechizó al jefe. Quiere conocerla. Saber dónde está. Cómo conseguirla. Ofrece a cambio cuantas nativas deseen. Si es preciso, se embarcará para ir a su encuentro. El impulso disminuye al saber que esta mujer no comparte marido, que deberá ser fiel renunciando a las atenciones de las demás esposas. El coste a pagar es alto. Lo pensará. En las corbetas el trapicheo continúa a diario. Un cerdo mediano se cambia por dos cuchillos o una pieza de tela. Gallinas, plátanos y cocos se compran con colgantes de cuentas coloreadas. El precio varía según el cariz que tome el negocio. Sobra el tiempo. Don José aprovecha el descanso para visitar el poblado de Leyafú y conocer la casa de los dioses. Le contaron maravillas y arde en deseos por comprobarlo. Dos horas en lancha dura el viaje. El emplazamiento es delicioso. Una planicie rodeada por frondosos árboles alberga un edificio admirable. Catorce portentosas columnas de madera sostienen la techumbre y delimitan un recinto cóncavo cerrado con esteras de palma. La llanura de los silencios podría llamarse. Ninguna voz, ningún susurro debe molestar a las deidades que lo habitan. Nadie las ve, pero aquí moran las divinidades cuando visitan la isla para reconfortarse entre los humanos. Todos los dioses tienen su templo, pensará Bustamante. Este es singular, delicado.
La felicidad no es eterna, tiene fecha de caducidad. Llega el momento de partir. Los viajeros se despiden a lo grande, escenificando una parada militar. El 25 de mayo de 1793 es la fecha. Todo está dispuesto, la tropa organizada y el desfile preparado. Jefes y oficiales se dirigen a la playa. Antes es preciso efectuar la consabida parada en la casa del cava para aliviar la sed. Los espectadores se impacientan. Desfilan las primeras unidades. Los aplausos arropan cada movimiento. Giros, carreras y marchas son recibidas con entusiasmo. La tarde es hermosa, el lugar ameno, el sol resplandece sobre las bayonetas, arrecia el clamor popular. Las circunstancias convierten el acto en algo «grande» y «majestuoso», escribe Malaspina. El final fue estruendoso. Tres descargas de fusil que alarman a la concurrencia. El susto pasa pronto. El espectáculo continúa. El turno corresponde a los anfitriones. Los indígenas danzan y cantan al son del palo hueco, de la caña rasgada, de la percusión. Sin pausa, enlazan armónicas canciones con acrobáticos bailes. La fiesta ocupó el resto de una tarde memorable.
El reloj marca las dos de la madrugada del día 1 de junio; los marineros comienzan a levar anclas. Raya el día cuando las corbetas largan velas. El viento escasea y la bruma cubre el horizonte. Pronto la isla Vavao se confunde con el mar. La expedición no parte sin enterrar la consabida botella testimoniando la pertenencia del territorio a la corona española. Lo hacen con anuencia del jefe Vuna, que ha recibido su recompensa. Durante el acto se agitan las banderas entonándose una retahíla de vivas al Rey, coreados por los nativos con intención de agradar. Ingenuidades de militares. Mañana será otro día y vendrán nuevos barcos que tomarán posesión de estas playas si lo desean.
El 19 de abril de 1793 la expedición alcanzaba el archipiélago de Mayorga, referido por el capitán Cook en su tercer viaje como Vavao o de los Amigos. Todo presagiaba una agradable estancia y un descanso reparador, si se tenían por ciertas las noticias del marino inglés sobre el carácter amistoso de sus habitantes. Los primeros días se destinaron al examen de los alrededores y a consolidar los lazos de amistad con los indígenas, cuya actitud fue en todo momento cordial, agasajándoles continuamente con bailes y cava, la bebida tradicional.La última actividad de la expediciónen las islas fue la toma de posesión del archipiélago en nombre deCarlos IV.
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