Las mismas canoas con repetidos indígenas contaminados por la civilización occidental, acostumbrados al trueque, habituados a cambiar sus bienes por afilados cuchillos, por pedazos de bayeta y cuentas de colores. Abandonan el archipiélago. Las aguas del Pacífico los conducen al litoral peruano. El sol y los chubascos se suceden rítmicamente. El vuelo de procelarias y pamperos precede al mal tiempo, mientras que el aleteo de rabijuncos y el nadar de las ballenas anuncian bonanza, alegrando el espíritu. Descendió la temperatura. Hace frío. Un ponche caliente le vendría de perlas a la guardia nocturna. En adelante no faltará. Veintidós de julio. La costa se muestra franca, la brisa sopla con fuerza. Es noche de luna llena, y en este litoral abundan los lobos marinos. Por la mañana, oculta entre la niebla, se adivina la figura de El Callao. Esperan atracar al atardecer. Son poco menos de las nueve cuando tocan puerto, empujados por la marejada y las corrientes. Bastaron unos días para desaparejar las corbetas. La expedición afronta una larga espera, alojados en el conocido retiro de la Magdalena. Volverán a navegar en octubre, pasada la estación lluviosa. Hay muchos tripulantes enfermos. Unos sufren del pecho, otros están agotados, bastantes cogieron venéreas y no faltan individuos con disentería. Serán atendidos en un centro privado, porque la asistencia pública no es recomendable. En el limeño Hospital Real de San Andrés triunfa el desaseo, abunda el desorden, cunde la ineficacia, predomina la impericia de los facultativos. Nadie diría que aquí curan a los pacientes, más bien los mortifican. Lo afirma Malaspina.
El científico Tadeo Haenke no permanece en Lima. Se marcha a Buenos Aires. Conoce el trayecto. Su intención es explorar las regiones de Huancavelica, Cuzco y Potosí. Una extensión de terreno considerable. Tiempo tiene hasta noviembre del próximo año para andar el camino y regresar a España por su cuenta y riesgo. Es una triquiñuela, no piensa volver a Europa. Fijará su residencia en Cochabamba, donde morirá repentinamente dentro de veinte años; envenenado, al decir de sus amigos. El botánico Luis Neé sí cumplirá su palabra. Desembarcará en Talcahuano para recorrer la cordillera andina hasta Santiago, pasando luego a Buenos Aires y reincorporarse al grupo en Montevideo. El correo de agosto trae pésimas noticias. España ha declarado la guerra a Francia. La contienda los coge desprevenidos. La capacidad militar de las corbetas es limitada y su estrategia bélica será defensiva. En adelante navegarán por separado evitando el riesgo de un encuentro simultáneo con la marina francesa. La tarde del 16 de octubre abandonan el puerto. Navegan a su aire, con independencia. La Atrevida muestra su velocidad punta distanciándose más de una legua. Durante unos días se pierden de vista. El trayecto es un ir y venir aprovechando los vientos y acomodándose a las corrientes. El 8 de noviembre la Descubierta alcanza el fondeadero de Talcahuano. La tarde anterior lo hizo la Atrevida. Permanecen en la bahía un mes escaso. Les ocupan las habituales tareas: el agua, la leña, los víveres, mirar el cielo, inspeccionar el mar, el cuidado de los enfermos. Los naturalistas partieron, una preocupación menos. El 2 de diciembre la Descubierta verifica la salida. Un día después lo hace la Atrevida. Pasarán el año nuevo navegando. Mediado el mes de febrero de 1794, se reencuentran en aguas del Río de la Plata.
Puerto de Montevideo, 10 de junio. Llegaron desde Buenos Aires los caudales que las corbetas deben transportar a la península. Hoy mismo pueden hacerse a la mar, pero aún tardan una decena de días. Neé ha vuelto con el herbario repleto y los bolsillos llenos de piedras. Lo atrapó el gusanillo de la litología. Haenke manda saludos desde Cuzco. Celebra sus progresos, esconde su secreto. Los demás anduvieron ocupados en tareas conocidas, repetidas mil veces. Llevan cuatro meses esperando la formación del convoy que escoltarán hasta la bahía gaditana. Unos barcos son locales y otros vinieron desde Lima protegidos por la fragata Gertrudis, que también los acompañará en el viaje de vuelta a la península. Vista de lejos, la agrupación resulta formidable. En la cercanía el sueño se desvanece. Son un puñado de endebles navíos mercantes defendidos por una fragata de guerra y dos corbetas modificadas con escaso armamento. Poca munición, pocos hombres y mucha madera que defender. Navegarán integrando tres divisiones, para impresionar. En caso de combate la consigna es inequívoca: huir mientras se distrae al enemigo. Meras conjeturas. No hay de qué preocuparse. Resulta casi imposible que aparezcan los navíos franceses. Es más fácil que una tempestad hunda la flota a que lo hagan los cañones enemigos. El 21 de junio, festividad de san Luis Gonzaga, zarpa el pintoresco convoy. Tres meses dura el viaje. Sobró la pólvora. Llegaron a Cádiz sin disparar un cañonazo. Clareando la mañana del 21 de septiembre, la Tacita de Plata recibe a los viajeros con su habitual resplandor matinal. La bahía gaditana está repleta de embarcaciones. Con la ayuda del terral, las corbetas unen sus mástiles a tantos como apuntan hacia el cielo. El muelle no está concurrido para la ocasión. Todo el mundo conoce la fecha de partida pero ignoran cuándo vuelves. Para el comandante Malaspina terminan cinco años dedicados a examinar «el bienestar de la humanidad », durante los cuales ha sido muy dichoso. Lo leemos en la carta que Alejandro aún no ha escrito a su amigo Paolo Greppi.
El 19 de abril de 1793 la expedición alcanzaba el archipiélago de Mayorga, referido por el capitán Cook en su tercer viaje como Vavao o de los Amigos. Todo presagiaba una agradable estancia y un descanso reparador, si se tenían por ciertas las noticias del marino inglés sobre el carácter amistoso de sus habitantes. Los primeros días se destinaron al examen de los alrededores y a consolidar los lazos de amistad con los indígenas, cuya actitud fue en todo momento cordial, agasajándoles continuamente con bailes y cava, la bebida tradicional.La última actividad de la expediciónen las islas fue la toma de posesión del archipiélago en nombre deCarlos IV.
Reservados todos los derechos
© de los textos, Andrés Galera Gómez
© Fundación BBVA
Plaza de San Nicolás, 4
48005 Bilbao
publicaciones@fbbva.es