Se lo cuenta por carta Alejandro a su hermano Azzo Giacinto. Navegarán por un mar eternamente helado, inaccesible, sorteando horribles islas desiertas. Cuando regresen, allá por octubre, viajarán al archipiélago de las Marianas, a las Filipinas, Australia y Nueva Zelanda. Resumiendo: presumiblemente no retornarán a Europa sino en fechas avanzadas de 1794. Restan tres largos e inciertos años. Bastantes alegrías y algunas penas por compartir.
Amanece el 1 de mayo. La expedición está preparada. Esperan el correo de México por si hubiera novedades. Llegó sobre las ocho. Ni se dio prisa ni trajo noticias. Nada los retiene en puerto. Zarpan al levantarse las primeras ventolinas. Las condiciones de navegación son muy desfavorables. El retraso es considerable transcurridos cinco días. Paulatinamente, la dirección del viento se acompasa a los intereses de los navegantes. En pocas jornadas rebasan los 27 grados de latitud. El frío se hace notar. Tendrán que sacar la ropa de abrigo. Los relojes tampoco marchan bien con el cambio de temperatura. Tienen experiencia, recuerdan averías anteriores; a veces basta con aplicar calor. El reloj número 10 de la Atrevida se ha parado. Olvidaron darle cuerda y no hay manera de ponerlo en marcha. El manual de instrucciones no resuelve nada, sería más útil un libro de magia. Ni el calor ni los habituales golpecitos le insuflan energía. Bustamante siente la tentación de hurgar en el mecanismo, pero se retrae. Con tanto traqueteo es mejor no tocarlo. Lo prudente es esperar y buscar un experto. Lo sugiere Malaspina, y así se hace. La soledad es total. Ni rastro de ningún ser viviente. De vez en cuando vuela algún pájaro, tan perdido como ellos. Las hojas del calendario caen inexorables. Pasa mayo y llega junio. Mediado el mes superan los 50 grados de latitud. Faltan ciento veinticinco leguas hasta el puerto de Bucareli. Aves y cetáceos reaparecen. Los atrevidos mamíferos circulan sin temor a las naves. Los expedicionarios no están interesados en examinar el litoral y navegan lejos de la costa, adelantando hacia su glacial destino. Surcan parajes inhóspitos, pero están habitados, se ve humo entre las arboledas cubiertas de nieve. Veintisiete de junio de 1791. Las corbetas recorren la bahía del Almirantazgo, se dirigen al puerto de Mulgrave. Están a 59 grados de latitud. Medio oculta por el relieve costero, descubren una culebreante entrada similar al terreno descrito por Ferrer Maldonado. La imaginación se desborda y el deseo anula la razón persiguiendo un sueño. En un suspiro las corbetas enfilan la entrada, formada por dos puntas escarpadas. Han recorrido legua y media de distancia y los barcos dan la vuelta. Imposible seguir navegando. Cunde el desánimo. Volverán con las lanchas para efectuar un prolijo reconocimiento, pero la debilidad de la marea resulta impropia de una conexión interoceánica.
Mulgrave es una región habitada. Regresan al puerto acompañados por canoas, cuyo número aumenta considerablemente a medida que se acercan al fondeadero. Entonces, un coro de voces entona el himno de la paz. Los nativos mantienen los brazos extendidos hacia arriba en señal de amistad. Haenke tiene buen oído, entiende de música, no tardará en recopilar las notas. Parecen pacíficos, amistosos; así lo interpretan Bustamante y Malaspina. El tiempo lo dirá. Aquí nadie conoce a nadie; si al menos algún nativo chapurrease el español... Tendrán que comunicarse por señas. El idioma universal. Estarán pocos días, los necesarios para cargar agua, acopiar leña, conseguir pescado y vegetales. Suficiente para amistarse con los aborígenes.
Sin oficio particular, desde muy temprano los naturales concurren alrededor de las corbetas. Portan pieles de nutria, salmones frescos y piezas de madera para canjear por ropa y hierros, aunque no desdeñan botones, clavos y otras coloridas bagatelas. Suben a bordo vestidos con pieles y descienden con una imagen extravagante endosando viejos uniformes, chaquetas de marinero, camisas, calzones, gorros y pañuelos, prendas que conocen de anteriores viajeros y desean tener, no se sabe bien por qué. Son indígenas fornidos, de pelo negro, cara redonda pintarrajeada de rojo y negro, boca grande, nariz ancha y ojos pequeños. Las mujeres serían más agraciadas si olvidasen la costumbre de seccionarse el labio inferior encajando en la abertura una pieza cóncava de madera, que las desfigura el rostro mostrando la dentadura. Son hábiles negociando. Usan tretas conocidas pero efectivas. Ocultan los objetos, manifiestan indiferencia y misterio, exageran el valor, deshacen el trato reiniciando la puja; acciones dirigidas a estimular el deseo del interlocutor por la pieza. Los viajeros han conseguido un buen botín: utensilios, armas y ropas con destino al Real Gabinete de Historia Natural; y comen abundante pescado fresco, porque en el zoco mulgravense un salmón con ocho libras de peso se canjea por un clavo de tres pulgadas y media. Un irrisorio precio en metálico.
Concluida la aguada, las lanchas quedan libres para inspeccionar el canal. Es preciso aclarar la dudosa cuestión del paso. El propio Malaspina encabeza la flota. Se dilucida una cuestión mayor. Las dos barcas van equipadas para 15 días. Víveres, leña, herramientas e instrumentos no faltan; incluso se han incorporado al grupo un calafate y un carpintero en previsión de accidentes inesperados. El tiempo es malo. Llueve y escasea el viento, pero siempre se pueden usar los remos. Por el camino se acerca una canoa gobernada por una extraña figura. La reconocen. Es el hijo del cacique. Va estrafalariamente vestido de uniforme: gorro, chaqueta, camisa y calzones; al menos armoniza con los miembros del equipo. Conoce el lugar. Quiere acompañarlos como guía. Algo obtendrá a cambio. Comida y alguna baratija, seguro. El mal tiempo y el viento dilatan la ilusión del estrecho por espacio de dos horas. Finalmente, el canal desemboca en una inhóspita bahía frustrando las esperanzas. El paraje lo conforma una enorme masa pétrea cubierta de hielo, sonorizado por el estruendo de gigantescos bloques helados despeñándose por los montes circundantes. Resulta imposible que tamaña superficie gélida se deshiele de aquí al final del verano, abriendo la puerta al Atlántico. La bahía recibe el nombre de Desengaño. Sobran las palabras. La comitiva toma posesión del lugar. La tradicional botella, enterrada en la playa junto a una moneda que identifica a la nación propietaria. El afortunado que encuentre el testigo tendrá precisas noticias del reconocimiento. La desilusión no es obstáculo para examinar la zona, des cubriéndose dos islas, nominadas Haenke y Pineda. La que lleva el apellido de don Antonio es sumamente frondosa. Las lanchas se disponen a regresar, pero falta un marinero. Se adentró a pie por la ensenada con intención de descubrir el estrecho. Vanos deseos. Lo que puede encontrar es algún oso errante que acabe con su vida. Durante horas la búsqueda es infructuosa, temen lo peor. Por fin, la tripulación de una de las embarcaciones encuentra al sujeto tendido entre riscos y hielos, agotado por el esfuerzo.
La flotilla regresa sin novedad el 4 de julio. En los días precedentes el trato con los indígenas ha sido difícil y precisó de una postura firme. Aumentaron los robos en las corbetas, siendo necesario cortar de raíz los intercambios. Contrariados, los indígenas muestran su descontento con abierta hostilidad. Decidido a controlar la situación, Bustamante emprende una acción intimidatoria disponiendo que la tropa tire al blanco en las inmediaciones del poblado. La compañía anda distraída, circunstancia aprovechada por un indígena para retener a uno de los soldados cuchillo en mano. Amedrentado por el comandante, el nativo suelta a la víctima abalanzándose hacia el oficial, que lo encañona con su fusil. El indio ignora que el arma está descargada e, intuyendo que su vida corre peligro, baja los brazos entonando el canto de la paz en señal de rendición. Cuando el grupo explorador regresa los ánimos siguen caldeados. Las corbetas están preparadas para zarpar. Resta desmontar el observatorio, subir las lanchas y embarcar los pertrechos que cargaron para proceder al reconocimiento. A las cinco de la tarde del 6 de julio los marineros emprenden la faena de desamarrar y largar velas. La marea seguirá siendo favorable aún durante algunas horas.
La expedición va camino del polo Norte. El rumbo los lleva hacia las inmediaciones del Ártico, al paralelo 60, el punto señalado por Maldonado. Por el camino encuentran lugares similares al abra localizada en Mulgrave. Aprendieron la lección y no habrá más exploraciones innecesarias. Se esfumó la esperanza de encontrar un canal. La continuidad montañosa del litoral es evidente, pero estas son tierras desconocidas y no está de más aprovechar la ocasión para avanzar por una geografía ignota. Así lo explica Malaspina. En menos de veinte días avistarán el monte San Elías, vigilante omnímodo de este mar de hielo. Por el camino nombran todo lo que ven: punta Muñoz, cabo Arcadio, pedruscos de los Negrillos, isla Galiano, cabo Español, bahía de Burgos, monte de las Coronas, ensenada de Extremadura, denominaciones cuyo rescoldo permanecerá en la memoria de sus mapas y planos. Fondean a dos leguas escasas de la costa, bajo la perpendicular del monte. Inesperadamente, como si la montaña helada quisiera retenerlos, el viento se calma en la mañana del 22 de julio. Cuatro días se mantuvieron en la misma posición. Durante la espera avistaron a un joven nativo que se aventura a conocerlos bogando en su canoa. Al principio muestra cierta reticencia, pero luego sube a bordo sin reparo. Estos no son los primeros europeos que conoce. Las facciones, el idioma, las costumbres, todo coincide con sus vecinos mulgraveses. Regresa sin su espléndido manto de nutria, pero divertido con los abalorios obtenidos como presente. La visita alivió la espera.
Viento es lo que necesitan estos viajeros para continuar su ruta. La mañana del 26 la brisa sopla favorable. Las corbetas izan velas, alejándose rápidamente de la costa. Cuanto más exploran más increíble resulta la hazaña de Ferrer Maldonado. Suena a cuento chino. La tierra baja ciñe el perímetro por todas partes, y el terreno montañoso, tenazmente unido, sin una mala cañada que lo divida, se extiende de uno a otro confín, va desde San Elías hasta el monte del Buen Tiempo. Por estas elevadas latitudes el aire es frío, la nieve cubre las escarpadas montañas y las bancas de hielo ocultan el océano. Cuando no llueve, una espesa niebla envuelve los barcos, que se ven obligados a lanzar cañonazos para conocer sus respectivas posiciones y permanecer unidos. Navegan hacia la bahía del Príncipe Guillermo, en cuyo extremo suroeste fondean el día 30 de julio. Inspeccionan el lugar sin mayores contratiempos. Las corbetas retornan. Su próximo destino es el puerto de Nutka, donde atracan el 13 de agosto de 1791. Llegaron con nocturnidad, aprovechando las constantes ventolinas de la tarde. La Descubierta amarró el cabo de popa a tierra, echó un ancla a la boca y un anclote de retenida al norte; no hay viento ni marea que la mueva.
La región de Nutka es una posesión reciente de la corona disputada agriamente a los ingleses, que frecuentan y conocen bien estas aguas. No es extraño que sea una plaza fortificada. El destacamento militar lo componen la tripulación de la fragata Concepción y una compañía de voluntarios de Cataluña. Que nadie se sorprenda viendo ondear la barretina en la testa de algún militar. La dotación está muy disminuida, porque un buen número de soldados pasó a San Blas aquejados de escorbuto. Poseen una herrería sin herrero, una tahona donde se cuece el pan a diario, varias huertas sembradas de hortalizas y verduras, y un buen número de ratas que husmean entre sus pertenencias. Pasan por momentos delicados. El próximo invierno será duro si las provisiones no llegan, como intuyen que ocurrirá. No sería la primera vez. Piezas de paño, útiles de enfermería, medicinas, pastillas de caldo, harina, vino y víveres para un mes fue el socorro prestado por los expedicionarios a la pervivencia de estos olvidados vasallos del rey. Con la complicidad de uno de los médicos han aprendido a fabricar cerveza —así llaman al brebaje— usando hojas de pino. Al menos tendrán bebida para acompañar la reseca carne en salazón.
Durante los primeros días los nativos se muestran distantes; pocos se acercan a las corbetas. La mayoría desconfían de los extraños. Cualquier intento por ganarse la confianza de estos recelosos indígenas resulta infructuoso. Fracasó con estrépito la estrategia de agasajar generosamente a los tripulantes de las escasas canoas que, tímidamente, rompen el hielo. Repentinamente, sin motivo aparente, la situación cambia, las canoas rodean multitudinariamente a los barcos. No hay jefe que no repita la visita. Los cantos y danzas en cueros de estas gentes son continuos; y no faltan las exhibiciones en canoas de treinta remeros que, entonando armónicas canciones, evolucionan con destreza alrededor de las corbetas. El día 18 las lanchas inician los reconocimientos hidrográficos. Van convenientemente armados. Cargaron víveres para nueve días y llevan el cuarto de círculo, el reloj de faltriquera y un teodolito. Los acompañan varios miembros del destacamento que se han ofrecido como intérpretes. Recorrieron los canales que conducen a las rancherías de los naturales. El más oriental comunica con el poblado de Macuina, el cacique principal. Conocieron su casa, adornada con vidrieras adquiridas a los ingleses; contemplaron su tesoro, compuesto por barras de cobre, almacenadas como si fueran lingotes de oro, y admiraron la arrebatadora belleza de su esposa, a juicio de los oficiales José Espinosa y Ciriaco Cevallos, que, suponemos, la contemplaron boquiabiertos.
Los nutkeños tienen mala fama en Europa. Al viejo continente llegaron noticias inquietantes, contadas por navegantes como John Meares, George Vancouver, James Cook, que los consideran un pueblo antropófago. Hecho controvertido, reducido según los últimos rumores, a un mero privilegio del jefe Macuina. La circunstancia es conocida por la expedición y no será baladí comprobar la veracidad de esta horrorosa costumbre. Las pesquisas realizadas resultaron absolutorias. No hay pruebas ni testimonios inculpatorios. Las informaciones obtenidas indican lo contrario. No serán ellos quienes aviven el fuego ni alimenten el bulo. Nada extraño vieron, tampoco conocieron actos inhumanos, y así lo contaron. Estos nativos ni se comen a los congéneres ni obedecen los designios de un dios creador, pero rinden culto a los espíritus de los jefes difuntos. Airados habitantes celestiales que lanzan truenos y relámpagos contra los vivos provocando amedrentadoras tormentas. Es la voz del más allá, que, temerosos, escuchan postrados en tierra esperando que la furia divina se aleje pronto. Pasada la tempestad, viene el agradecimiento en forma de canción, testimonio de una obediencia ciega. De este temor nace el despotismo de los vivos, la sumisión y resignación que el pueblo manifiesta a sus jefes. Por su parte, el lado femenino representa el alma benevolente. Con su muerte, la esposa del cacique resurge en una diosa portadora de fortuna, entonando arrulladoras canciones audibles solo por los virtuosos que merecen escucharlas. El futuro inmortal del resto de la tribu es tan desafortunado como su vida terrenal. Llegado el momento, sus almas descienden a la oscuridad eterna convertidas en animales devoradores de piojos. Severas leyes rigen el comportamiento de estos nativos. El homicidio se castiga con diez días de prisión, pero el reincidente paga su crimen con la vida. A los ladrones les mutilan la cara, les amputan dedos de las manos, les cortan el pelo, son desterrados convertidos en monstruos. El hombre adúltero paga el engaño con su vida, mientras que la mujer casquivana recupera la decencia con cuatro días de prisión. Privilegio femenino.
Veintisiete de agosto. Los comandantes esperan la visita de Macuina. Esa mañana el cacique toma el té en la corbeta Atrevida, acompañado por Bustamante. Un rango de distinción aprendido de los ingleses y generalizado entre los jefes de la tribu. Le sirvieron varias tazas antes de recibir los regalos de despedida y pasar a la Descubierta. Alguna fanfarronada contó rememorando sus tiempos de cazador de ballenas, persiguiendo cetáceos arpón en mano. La arrogancia no se tiene en cuenta. Subió al barco por amistad, no para ser desairado. También Malaspina le agasajó generosamente: dos velas para canoa, cuatro cristales de ventana, una plancha de cobre, algunas varas de paño azul y piezas de quincallería. Los regalos le llenaron de gozo hasta el extremo de ratificar indefinidamente la cesión del territorio donde se asienta el regimiento militar. Las muestras de gratitud son ahora tan manifiestas como desconfiados fueron al arribo.
Los últimos días las tripulaciones tuvieron descanso. Un merecido reposo que aliviará algo los trajines sobrellevados por las gélidas aguas del norte. Los hombres gozan de buena salud para las millas que se hicieron y los cambios de clima soportados. Así seguirán si se alimentan con las verduras recolectadas en el huerto del destacamento. Un buen refuerzo para el rancho, aunque no todos piensan igual. Partirán de madrugada y aún faltan por embarcar los instrumentos, aunque el observatorio está cerca y se tarda poco en recoger los aparatos y desmontar la tienda. El intento será en vano, porque el viento acude cuando quiere. Dos veces izó velas la Descubierta y fracasó. Estuvieron de maniobras hasta las dos de la madrugada. La intuición les ha fallado en esta ocasión. Escarmentados, esperarán a que el terral sople con fuerza al ponerse el sol. Ahora sí. Las corbetas van a todo trapo atacando la costa californiana. Es domingo, 28 de agosto. Pero todo es aparente. De improviso, el viento comienza a escasear. Avanzan poco. Una legua a lo sumo. Un incómodo relentí les espera hasta el amanecer. Después todo irá como la seda.
Las corbetas navegan a mar abierto, porque estas costas fueron recientemente examinadas por los buques del departamento de San Blas y no hay tiempo para repeticiones. Se atenderán puntos geográficos concretos, como la entrada de Heceta en la desembocadura del río Colombia. Otro anhelo interoceánico. Lleva el apellido de un oficial de Bilbao llamado Bruno, que en 1775 navegó por el Pacífico desde México en dirección norte y no encontró nada. La travesía transcurre apaciblemente, con un clima placentero similar al de los trópicos. Tienen ante sí costas alomadas y frondosas, rodeadas por un océano hogar de ballenas, lobos marinos, nutrias y bastantes aves. En la mañana del 3 de septiembre alcanzan el estrecho de Juan de Fuca. Un aventurero al servicio de la corona, que el año 1552 alcanzó estos parajes buscando el paso del noroeste. Fracasó, pero al menos se recuerda su nombre. A la altura del estrecho, la orilla continental tiene una estructura abarrancada, formada por blancuzcos montículos de arena. El perfil interior es desigual, poblándose de árboles a medida que se elevan cerros y montes. La travesía continúa por el cabo Diligencia, el cabo Blanco, las inmediaciones del puerto Trinidad y el cabo Mendocino. Desde aquí, una costa acantilada, las frecuentes neblinas y los vientos constantes son un riesgo continuo para las naves que van a Monterrey, puerto a donde se dirige la expedición. La suerte les sonríe y no hay contrariedades importantes. Un error al calcular la posición los conduce hacia una pedregosa zona costera plagada de arrecifes. Una niebla densa cubre el escenario. Azota la mar gruesa. La integridad de los barcos está en peligro. Es necesario echar el ancla. Desorientados, durante dos días permanecen inmóviles en aquel paraje buscando el rumbo correcto. Estuvieron en un tris de perderse. Lo confiesa Malaspina al amigo Paolo Greppi.
El 13 de septiembre fondean en Monterrey. Llegan a una comarca saludable, sin vicios, con buen clima, mejor comida, las carnes más especiales y abundantes verduras. Una situación idónea para recuperar el vigor antes de pasar a los trópicos; así lo cree Bustamante. La nao de Filipinas transita el lugar. Resulta temerario por la escasa maniobrabilidad de la embarcación y el difícil acceso portuario. Tiene obligación de tocar puerto bajo multa de cuatro mil pesos, pero pocas veces lo hace, y no le faltan argumentos al capitán para escabullirse del pago de la sanción. Cuenta Monterrey con un presidio, residencia también del gobernador, y una dotación militar de sesenta y tres hombres, complementada con las tripulaciones de los buques del departamento de San Blas, que con frecuencia recalan en el fondeadero. Distante apenas dos leguas, sobre las márgenes del río Carmelo se localiza la misión de San Carlos, atendida por franciscanos. La congregación reúne un creciente número de indios, atraídos por una vida pacífica regulada por la palabra de Dios. Hacia la ribera camina Malaspina. Busca noticias de los nativos para colocar otra pieza en el puzle universal sobre el género humano que con tanto ahínco compone durante el viaje. Según Alejandro, estos pueblos son los más incapaces del orbe, muy diferentes a los habitantes del norte. Los enfrentamientos son continuos, aunque aceptan con agrado la protección de la sociedad civilizada ofrecida por los frailes. Los religiosos les ayudan a sobrevivir. Cultivan maíz, trigo, y cuidan del ganado, que supone una renta importante para la misión.
Las tripulaciones se solazan comiendo deliciosa carne regada con abundante vino. Algunos pasean a caballo hasta la vecina misión. Todos disfrutan de un esparcimiento y diversión que ha de robustecer su salud. Descanso para el cuerpo y la mente. Por si fuera poco, el gobernador decidió celebrar corridas de novillos casi a diario. Algo de ejercicio y más distracciones, que los alejarán de la bebida algunas horas. Haenke es un tipo con suerte. Transportadas las semillas por los vientos invernales, en las orillas del Carmelo fructifican una variedad inimaginable de plantas, propias de un espacio cien veces mayor. Recolectó un buen puñado. Las tareas se han concluido y la expedición se prepara para zarpar. Midieron longitudes y latitudes, examinaron los relojes, compraron algunos quintales de menestra seca, repusieron el cargamento de sal —necesario para las nuevas salazones— y embarcaron algunas reses vivas, que oportunamente sacrificarán. Son las nueve horas del día 25 de septiembre. Tendido el aparejo y sujetas con un ancla, las corbetas esperan la virazón. El viento no tarda en soplar, poniéndolos rumbo a Acapulco. Avanzan lentamente porque haymarejada y el viento no ayuda precisamente. Por la tarde, las condiciones son más favorables.
La franja californiana que los separa de México es un terreno muy conocido sin objetivos cartográficos relevantes. La travesía resulta rápida y apacible. La provisión de anclas se agota y no podrán fondear muchas veces. Será necesario navegar también de noche, ganando tiempo y ahorrando material. El termómetro marca 32 grados al sol. Hace calor. Habrá que tomar medidas para prevenir insolaciones y calenturas: trabajo moderado, máxima ventilación, bebida abundante. Toman refrescos de chicha —maíz fermentado en agua con azúcar—, nunca falta el cuartillo de vino y el gazpacho es un entrante habitual a la hora de cenar. El buen humor acompaña. Esa es la mejor medicina. Primero de octubre. La isla Guadalupe es visible a catorce leguas de distancia. Orillas escarpadas, sin rastro de vegetación y con escaso abrigo para los barcos, componen su perimetro. El día 6 se alcanza el extremo meridional de la península de California: el cabo de San Lucas. Por economía, las corbetas emprenden trayectos separados. La Descubierta transita hacia San Blas, mientras la Atrevida navega directamente hasta Acapulco. Diez días tardó esta última en alcanzar su destino. A las cuatro de la tarde del domingo 16 de octubre la Atrevida se adentra en el puerto y fondea sobre un ancla con una soga amarrada al muelle. El día 10 atracó en San Blas la Descubierta. Necesitan cable, maderas, sebos, pinturas, anclas, entre otros útiles. Malaspina aprovecha el tiempo para remitir al ministro Valdés los informes sobre el paso del noroeste y mandar recado al grupo comisionado en México, avisándoles de su inminente regreso. También les envía el cronómetro 61, averiado, por si alguien en la capital conoce el oficio y lo repara. Tampoco olvida el comandante recoger los materiales elaborados por el oficial Salvador Fidalgo en su anterior campaña por la bahía del Príncipe Guillermo. La sombra de Ferrer Maldonado es alargada.
Atemorizados por la insalubridad del lugar, cuatro jornadas escasas duró la escala. A las tres de la mañana del 14 de octubre parten con viento fresquito del sureste. La singladura fue tranquila y cómoda. Unos días bastan para distinguir la silueta de la Atrevida sin necesidad de catalejo. Con viento calmo y en repetidos bordos, a las nueve de la noche del 19 de octubre la Descubierta queda amarrada en puerto: arriadas vergas y masteleros, desatado el velamen. Les aguardan buenas noticias recibidas de la corte. Su majestad ha concedido nuevas gracias. Premios muy repartidos, como siempre. Don José asciende a capitán de navío y don Antonio a coronel.
El 19 de abril de 1793 la expedición alcanzaba el archipiélago de Mayorga, referido por el capitán Cook en su tercer viaje como Vavao o de los Amigos. Todo presagiaba una agradable estancia y un descanso reparador, si se tenían por ciertas las noticias del marino inglés sobre el carácter amistoso de sus habitantes. Los primeros días se destinaron al examen de los alrededores y a consolidar los lazos de amistad con los indígenas, cuya actitud fue en todo momento cordial, agasajándoles continuamente con bailes y cava, la bebida tradicional.La última actividad de la expediciónen las islas fue la toma de posesión del archipiélago en nombre deCarlos IV.
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