Les falló la salazón del tocino, no dieron con el punto. Una parte se echó a perder. Tendrán que repetir el proceso, troceándolo menudo y pasándolo por agua hirviendo antes de cubrirlo con sal y sobreponerle peso. Las cosas que falten las transportará la nao de Manila cuando regrese. Sí, finalmente llegó. Estuvo en San Blas reparando una avería. Fabio cumplió su sueño de admirar la famosa embarcación. Está de suerte por partida doble, pues se reajustaron las dotaciones y ha sido readmitido en la Descubierta. Las calenturas endémicas los afectan de lleno. Cuentan varios muertos y un tercio de la tripulación está enferma. Padecen fiebres intermitentes acompañadas de delirios, cólicos biliares y disentería. Los médicos aplican sangrías, purgas, vomitivos, junto con una dieta rigurosa. El tratamiento no es milagroso pero funciona, aunque los enfermos quedan tan debilitados que precisan un largo reposo.
Mediado diciembre, reciben los caudales para atender a los gastos futuros. Han sido generosos, no pueden quejarse. El cargamento de harina se retrasa unos días. Lo necesitan para elaborar pan, algo escaso, pero no pueden esperar porque la epidemia arrecia y las fiestas navideñas estimulan las deserciones. Atrasar la salida sería temerario. Aprovechando la virazón matutina, el 20 de diciembre la Descubierta y la Atrevida ponen rumbo hacia las islas Marianas. Por delante restan un par de meses navegando por aguas de sobra conocidas. Se dedicarán al cuidado de los numerosos enfermos. En Acapulco permanecen los oficiales Alcalá Galiano, Cayetano Valdés, Juan Vernacci y Secundino Salamanca. Su objetivo es reconocer el estrecho de Fuca comandando las goletas Sutil y Mexicana, construidas ex profeso en San Blas. El 28 de diciembre arriban a puerto. Están mal diseñadas y peor realizadas. Se hicieron sin tino. No superarían el más nimio reconocimiento. Si no fuera por la madera, hundirlas sería una opción más decorosa que reformarlas. Falta material y escasea la mano de obra; en total, dos meses dedicados a su reconstrucción. El 8 de marzo de 1792 las goletas salen rumbo a Nutka. Estos marinos no escarmientan. Siguen buscando el canal interoceánico.
Las corbetas avanzan lentamente en su derrota. Tardan dos días en dejar el puerto. La ausencia de viento y corrientes las mantiene cerca del litoral. A los enfermos se los atiende lo mejor posible. Conseguir su restablecimiento es tarea ardua. La ventilación y el aseo son extremos. El botánico Neé, el pintor Brambilla y el capellán de la Atrevida, don Paco, recuperaron las fuerzas. Otros no tuvieron la misma suerte y exhalaron el último suspiro durante el año nuevo. Igual que llegó se fue enero. Las brisan van y vienen, desaparecen sin motivo y arremeten sin razón. Perdieron toda esperanza de realizar un viaje breve. Los naturalistas se mantienen ocupados observando el océano y realizando experimentos. El coronel Pineda estrena el higrómetro regalo de su amigo José Alzate. Es incansable midiendo la humedad atmosférica, deseoso de anotar la variación más exigua. Con el eudiómetro vuelve a comprobar que el aire en alta mar contiene más oxígeno. No tardará en lanzar la sonda para medir la temperatura en aguas profundas. Hacerlo requiere el uso de termómetros convenientemente aislados, capaces de conservar la medición hasta subir el aparato a la superficie. Se compraron los mejores, que incorporan un novedoso sistema aislante, pero don Antonio es un genio capaz de fabricar sus propios artilugios. Envuelve el termómetro con tela, confeccionando un paquete que coloca dentro de una caja de madera, introducida, a su vez, dentro de un recipiente metálico. Hizo pruebas. El rudimentario artefacto es eficaz. Necesita una exposición prolongada, pero mantiene la temperatura constante durante quince minutos. El 12 de febrero de 1792 avistan el archipiélago de las Marianas. Las islas rinden homenaje a la reina Mariana, esposa de Felipe IV. Mucho antes, en 1521, Magallanes encontró el archipiélago nominándolo islas de los Ladrones. Tiene su explicación. Cuenta la leyenda que, remando en sus sencillas barcas, los nativos se acercaron a los navíos ofreciendo agua y comida a los tripulantes. No era un gesto de amistad, solo un intercambio. Los marineros interpretan el ofrecimiento como un acto de cortesía y no lo retribuyen, consideran los alimentos como un presente. Descontentos, los indígenas abordan las naves durante la noche, sustrayendo ciertas piezas de hierro como pago por los bienes suministrados. El robo dio lugar al topónimo. La escuadra aplicó la ley del más fuerte. La represalia fue violenta. Hubo casas quemadas e indígenas muertos.
Las corbetas se dirigen al puerto de Agaña, en la isla de Guam. Confían en la pericia del práctico que dirige las maniobras. Hacen mal. Es un natural muy hábil despedazando barcos, nada más. Descubren a tiempo que transitan sobre un fondo de escasa profundidad y repleto de enormes pedruscos contrarios a la integridad de las embarcaciones. La solución es tan simple como evidente: virar en redondo para recuperar la posición y echar el ancla. Ni lo saben ni lo imaginan, pero la rocosa orografía submarina corresponde a una extensa cordillera sumergida que dio vida a estas islas. Mañana se cambiarán al más cómodo fondeadero de la bahía de Umatac. Enfermos y convalecientes se reparten entre la casa del gobernador y la misión de los padres recoletos. Los sanos montan los instrumentos, arman el observatorio, emprenden la aguada y recogen leña. Los infatigables naturalistas recorren la isla buscando cualquier animal, piedra o planta que se ponga a su alcance. Tiene razón Malaspina, con sus noticias se podrían componer una docena de volúmenes. La Descubierta ancló en un fondo pedregoso y tiene problemas. La violencia del viento, la pertinaz lluvia y el fuerte oleaje ponen en riesgo la integridad de la corbeta. Varias veces tuvo que hacerse a la mar hasta encontrar el apropiado piso arenoso. En la tarde del día 22 se embarcan los instrumentos y regresan los enfermos, menos cuatro que, por su gravedad, permanecen en tierra. Agua y madera no faltan. Longitudes y latitudes, se tomaron todas. Con el teodolito se dio forma al litoral. Llegó la hora de partir. Amaneciendo el 24 de febrero, los marineros emprenden la faena de subir a bordo las embarcaciones menores; luego, levar el ancla y navegar con todo aparejo. Sopla viento fresquito del este.
El mes de marzo trajo mal tiempo. Mar gruesa y aguaceros son malos compañeros de viaje. Ráfagas de frío viento empujan gavias y trinquetes rumbo a la isla de Samar, territorio filipino. El día 4 fondean en un solitario puerto de Palapa. Los naturales se asustaron y huyeron sospechando el arribo de piratas, muy frecuentes en estas aguas. Están de suerte. Confundieron la bandera. Los visitantes no son corsarios sino españoles amantes de la ley y del orden. Quieren comprar comestibles: pescado, fruta, verdura. Pagan en plata y son generosos. Los nativos comprendieron su error. Ahora son numerosas las canoas que rodean a las corbetas. Traen comida abundante y gallos de pelea, que entretendrán a la tripulación con sus violentos combates. Otro día subirán a bordo ejecutando sus folclóricas danzas guerreras. Los oficiales exploraron los múltiples canales; los astrónomos escrutaron el espacio admirando los satélites de Júpiter; los naturalistas regresaron con las alforjas repletas de vistosas caracolas y conchas. Aprovechando las primeras ventolinas, en la mañana del 10 de marzo la Atrevida larga velas, seguida por la Descubierta. Franquean la boca del puerto hacia un nuevo destino.
Un par de jornadas bastan para avistar la isla de Luzón. El volcán de Albay ha entrado en erupción. El fuego brilla en la distancia, resplandece contraviniendo el nocturno azabache. Las corbetas buscan el puerto de Sorsogón. Un espacio amplio, acogedor, hermoso, rodeado de poblados. Atracaron el 12 de marzo. Les faltó tiempo a la pareja de naturalistas, Pineda y Haenke, para correr en pos de las llamas. El volcán constituye un entorno paisajístico único. Lo contemplan, adornado con las numerosas piedras encendidas que arroja. El camino terrestre desde Sorsogón a Manila es cómodo y fácil de transitar. Lo comprobará Luis Neé, que dispone de tres meses para llegar a la capital y embarcarse de nuevo. La tripulación está ociosa. Los hombres pasan el tiempo libre tumbados a la bartola, comerciando con los nativos y celebrando peleas de gallos. Buena diversión y mejor alimento. Los calderos están repletos. El rancho será suculento: gallo cocinado, sabrosos pescados y nutritiva carne de venado. Las lanchas regresan. Los oficiales reconocieron con detalle el litoral; los astrónomos efectuaron las mediciones desde una loma cercana y han empaquetado. Faltan el par de naturalistas que arriesgan la vida visitando a Vulcano. El tercero no vendrá, partió. La tarde del 21 vuelven los científicos. Están todos. Amanece. El viento del nordeste empuja las corbetas fuera del puerto.
Hace dos días que navegan por el intrincado islario filipino. Corre un tiempo sereno. Tres pancos piratas emergen en dirección norte, distantes una milla. Fue un inesperado cruce de caminos. La tripulación prepara el zafarrancho de combate. Lista la artillería, dispuestas las armas cortas. Las corbetas ciñen el viento persiguiéndolos con todo aparejo. Navegan separadas. Pretenden acorralarlos. El enemigo percibe el peligro y se evade, veloz, usando los remos. Suenan cañonazos intimidatorios. Una hora dura la persecución. Bordos por aquí, por allá, por acá, por acullá. La brisa no acompaña y los piratas toman ventaja, irrecuperable si el viento no sopla con fuerza. No lo hizo. Perdieron la partida. Abandonan la caza. Una escaramuza más que añadir a tantas experiencias. La vida continúa, la navegación también. La noche del día 25 es hermosa, escribe Bustamante. Faltan cuatro o cinco leguas para alcanzar Manila, la capital. Pasan la madrugada con incertidumbre. Unos ratos al pairo, quietos y con las velas extendidas; otros ciñendo con las gavias una brisa fresca que los pone muy de mañana en las inmediaciones del fondeadero. Las corbetas atracan a poco más de una milla de distancia de la playa. Son las nueve horas y media del día 26 de marzo de 1792. La Descubierta saluda a la plaza con los preceptivos nueve cañonazos, y es correspondida con idéntico estrépito.
La Atrevida no tardará en partir hacia la colonia portuguesa de Macao. Su tarea es científica: medir la gravedad empleando el péndulo simple. Van justos de tiempo. Tienen el necesario para cargar agua y víveres y completar la tripulación. Necesitan un ancla, que no llega, y se impacientan. Se encargó al arsenal de Cavite. La traerán. Es primero de abril. Con viento fresquito, la corbeta navega hacia el mar de China. Por su parte, la Descubierta examina la costa septentrional de Luzón, y los naturalistas exploran la isla por diferentes caminos. Neé viaja desde Sorsogón, Haenke despliega su actividad por el norte y Pineda se encarga de la región central. Recorrerán fértiles llanuras convertidas en arrozales; ascenderán a inhóspitos montes, morada habitual de tribus salvajes, de molestos insectos y peligrosos reptiles; inspeccionarán ríos y lagunas, que recogen el agua insular; contemplarán escarpados volcanes vomitando lava sin cesar. Junio señala el comienzo de las lluvias monzónicas. El agua lo inundará todo impidiendo cualquier actividad. El descanso es obligado, hasta octubre. Refugiados en Manila, los expedicionarios ordenarán los materiales acumulados desde Acapulco y planificarán las siguientes etapas del viaje.
Mediado mayo, la Atrevida regresa a la base operativa. Al amanecer del día 20 fondea junto a la Descubierta, que está desaparejada. Vuelven de Macao. Han sido jornadas placenteras, de relax, en compañía del gobernador portugués. En China fueron recibidos con curiosidad, expectación, cordialidad y recelo. Algún mandarín dio la voz de alarma, temiendo el arribo de piratas. Difícilmente olvidan las calamidades infligidas por el corsario Zheng Yi. Cualquier cañonazo los hace temer por su vida, y las corbetas gastan mucha pólvora en saludos. Es región de pescadores, amontonados sobre el agua en tal cantidad y con tal simetría que asemejan escuadrones. La ciudad de Macao ocupa un terreno desigual orillado al mar. Estrechas e irregulares calles acogen casas al gusto europeo, sin atractivo arquitectónico. Una catedral, dos colegios de religiosos, cuatro conventos —agustinos, franciscanos, dominicos y clarisas—, iglesias, ermitas, feligresías, dos hospitales y una casa de misericordia son el conjunto urbano que reconforta el cuerpo y el alma de esta ciudad, dotándola de servicios esenciales. Cinco fortalezas defienden la plaza, alojando un destacamento militar considerable. Es una próspera región comercial y no faltan las delegaciones extranjeras. Portugueses, españoles, ingleses, franceses, daneses y suecos se disputan los buenos negocios. Bustamante busca un artesano capaz de encajar las piezas del reloj número 10, averiado hace meses. También necesita comprar pintura y adquirir otro reloj de longitudes, por precaución. Las pinturas se adquieren en Cantón. El nuevo reloj es un regalo del cónsul de Prusia. El número 10 volverá roto. Los chinos no reparan relojes, solo pescan. Hoy es el penúltimo día de estancia y esperan la visita del gobernador. Está deseoso por conocer una nave expresamente construida para dar la vuelta al mundo.
Limpia y recién pintada, la corbeta luce brillante. Es recibido con honores de capitán general; merecidos en esta jurisdicción. Primero las formalidades, luego vendrá el almuerzo en compañía de los demás invitados, todos personas principales. Tal vez se incorpore el obispo a última hora. Brindan por la salud del homenajeado, por la prosperidad del comercio. Cinco sonoros zambombazos alteran el ánimo de los habitantes. No ganan para sustos. El gobernador se va. Nuevos saludos, más cañonazos, repetidos por la guarnición militar. Ya se entenderán los portugueses con el mandarín. La pintura llegó ayer. No falta nada. El 24 de abril es la fecha de salida. La maniobra se alarga, porque desaparecieron las boyas de señalización. El buzo no localiza el ancla, que está profundamente enterrada en el fondo arenoso. La buscan para atarle un cabo y sacarla tironeando. Tendrán que suspenderla con la corbeta o cortar la maroma. Retrasados, al mediodía comienzan a virar. A las cinco de la tarde el viento de sureste los aleja de Macao, admirados por los muchos pescadores que faenan dispersos entre los islotes. Van justos de víveres. Pan, poco. Compensarán su falta aumentando la ración de menestra, que saciará el hambre de los tripulantes.
Si las noticias vuelan, las malas lo hacen más rápidamente. No fue el caso. Con veinte días de retraso se conoció en Manila la desgracia del fallecimiento del coronel Antonio Pineda. Ascendía por las penosas cuestas del monte Caraballo cuando padeció las primeras fiebres. Es un militar curtido en batallas de pólvora, espada y pistola, no se arrugó por una calentura. Guardó reposo un par de días reanudando la marcha aparentemente restablecido. Su salud se resquebrajó fatalmente explorando la ribera del río Cagayán. No llegó muy lejos. Los padres agustinos asisten al moribundo en el vecino pueblo de Badoc. El 23 de junio certifican su muerte. En Manila, la iglesia de San Agustín acoge las honras fúnebres. En los terrenos de la Real Compañía de Filipinas, la expedición ofrece su póstumo homenaje al naturalista levantando un monumento en su memoria. Alejandro Malaspina se explaya en elogios al difunto: «ejemplo acrisolado», «hombre humano», «filósofo instruido y laborioso », «compañero afable y ameno». Lo leímos en su diario. Sin embargo, la muerte disfrazó la realidad oportunamente. No es oro todo lo que reluce. A los pocos días de atracar en Manila don Alejandro dirige a don Antonio un reprobatorio oficio cuestionando su valía científica, apartándole del viaje. ¿Cuál es el problema? Escribe Malaspina que la expedición tiene «un solo comandante» y este cargo no lo ostenta el coronel, que se había extralimitado en sus competencias. ¿Se refería al proyecto ideado en México? Suponemos que fue la causa. Desconocemos los detalles, las medidas disciplinarias se aplicarían al regreso pero Antonio Pineda no volvió. El destino selló la desavenencia. El coronel enterró su secreto, el comandante compuso ditirambos.
Las lluvias pasaron. El almanaque indica el mes de septiembre. Se recupera la actividad preparándose para reemprender la marcha. Últimas prospecciones hidrográficas, nuevos reconocimientos terrestres, más observaciones celestes; acondicionar las embarcaciones, acomodar la tripulación, reponer los víveres. Labores que alargaron la estancia dos meses. Apoderándose de las primeras brisas, en la madrugada del 15 de noviembre de 1792 las corbetas navegan con destino a la isla de Mindanao.
El 19 de abril de 1793 la expedición alcanzaba el archipiélago de Mayorga, referido por el capitán Cook en su tercer viaje como Vavao o de los Amigos. Todo presagiaba una agradable estancia y un descanso reparador, si se tenían por ciertas las noticias del marino inglés sobre el carácter amistoso de sus habitantes. Los primeros días se destinaron al examen de los alrededores y a consolidar los lazos de amistad con los indígenas, cuya actitud fue en todo momento cordial, agasajándoles continuamente con bailes y cava, la bebida tradicional.La última actividad de la expediciónen las islas fue la toma de posesión del archipiélago en nombre deCarlos IV.
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