Son unas vacaciones oportunamente programadas, porque el mal tiempo domina en las costas de América Central. Además, las tareas pendientes son numerosas: acopiar víveres, revisar las naves, ordenar el material científico y conocer un territorio cardinal para la monarquía. Malaspina es enemigo declarado del bullicio, los altercados, la ociosidad y el libertinaje de la vida limeña. Busca tranquilidad y recogimiento para su equipo; y lo van a necesitar si quieren organizar tanto material. Esta ciudad, antaño ciudad de reyes, ha cambiado. Todas las circunstancias invitan al vicio y al delito, escribe Bustamante. Los marineros son hombres rudos y habrá que controlarlos para evitar desmanes. El dinero puede ser el medio apropiado. Cada individuo recibirá dos reales diarios, y cuatro más a cuenta de la paga, por día trabajado. Tropa, pilotines y oficiales de mar tienen trato de favor: cada mes percibirán el sueldo íntegro a condición de practicar una vida ordenada.
Las corbetas son dos esqueletos, se vaciaron de contenido. Fuera tonelería, velamen, aparejo, víveres y demás pertrechos. Contienen solo lastre y artillería. El forro de cobre aguantó bien las acometidas del oleaje, está en buen estado. A simple vista, no parece necesario calafatear ni se observan goteras en la cubierta. Los arreglos serán pocos. Se atenderán solo las averías importantes, porque aquí los sueldos son elevados y el gasto se dispara. Los desperfectos que puedan esperar se repararán en San Blas, donde la mano de obra es más barata. Malaspina conduce el grupo al vecino pueblo de La Magdalena. Encajonaron libros, instrumentos, planos, papeles y colecciones de historia natural. Todos los objetos se transportaron a la casa de campo cedida por los monjes de la Buena Muerte. Aquí se hospedan, ajenos a la diversión. El pueblecito se localiza en el valle del río Rímac, lejos de la capital. Agua clara y aire puro. Un lugar idóneo para el reposo y la meditación. Sin entretenimiento, los oficiales trabajan a destajo revisando los datos hidrográficos, astronómicos y geodésicos obtenidos desde el ya lejano Montevideo. Hay que pasar a limpio nueve meses de duro trabajo.
La tripulación permanece acuartelada en las dependencias de los religiosos para evitar deserciones. Las corbetas mantienen un retén de guardia y custodia, compuesto por cuatro marineros bajo el mando de los correspondientes oficial y suboficial. Los enfermos han sido recluidos en una sala aislada del hospital de Bellavista, atendidos por los médicos de la expedición. Bustamante es una persona refinada y tiene razón, digámoslo. Un establecimiento tan concurrido es incómodo. ¿Por qué pasar estrecheces si hay alternativas? La suya es alojarse en una casa cercana, propiedad de un conocido. Se imagina la situación, disfrutando por anticipado del lugar. Sueña con entretenidos y saludables paseos a caballo. Viajes a El Callao y Lima. Una vida cómoda y divertida, sin olvidar el trabajo. La idea la medita don José sin sospechar que unas fiebres inoportunas le postrarán en cama ahorrándole placeres. Para él, solo reposo y buenos alimentos.
A primeros de junio cada cual sabe lo que tiene que hacer. Los naturalistas Neé y Haenke han comenzado su recorrido por quebradas, valles y montañas camino de los Andes. La naturaleza los llama. Van en compañía de los botánicos Juan Tafalla y Francisco Pulgar, que conocen estos andurriales, y cuentan con la protección de dos soldados duchos en el habla indígena. Antonio Pineda tiene que esperar para hacer lo que más le gusta: explorar. Antes debe organizar los materiales. Obligaciones de jefe. Después, irá cerca y lejos. Recorrerá los valles inmediatos y atravesará la cordillera. Al regreso, hallará los nuevos instrumentos enviados desde Cádiz. Forman parte de la colección de libros y aparatos comprados en París que llegaron con retraso. En el lote hay un eudiómetro. Sirve para conocer la calidad del aire atmosférico calculando la proporción de oxígeno que contiene. Inmediatamente, Pineda comienza las mediciones. Conviene saber lo que respiramos. El artefacto consiste en un cilindro transparente donde se combinan aire y nitrógeno. La reacción consume oxígeno. El volumen total de la mezcla disminuye en similar proporción. Una escala graduada indica el resultado. No hay duda, la brisa marina purifica los pulmones.
Pasan los meses. Agosto avanza en su segunda quincena. Don Alejandro tiene al personal atareado. Trabajan a destajo. Cualquier hora es buena. Los contentan con comida abundante. Se lo cuenta por carta a su amigo y confidente Paolo Greppi. En veinticinco o treinta días partirán. Antes de cambiar de continente examinarán las costas que discurren por Guayaquil, El Realejo, Panamá, Acapulco, San Blas y el litoral noroeste.
El esfuerzo no ha sido en vano. Las cartas esféricas reflejan minuciosamente la navegación desde Buenos Aires hasta Lima. Mapas compuestos con un rigor desconocido hasta la fecha; no los hay mejores. El cielo se estudió con idéntica pasión y buenos resultados; los oficiales astrónomos conocen su oficio. Y la tierra fue espulgada sistemáticamente gracias al celo de unos naturalistas ansiosos por conocer el mundo que los rodea. La remesa que enviarán a Madrid es ingente. Una voluminosa memoria da cuenta de cada travesía, de los sucesos portuarios; contiene mapas y cartas, un atlas marítimo, los planos de cada puerto, las derrotas, la descripción física del suelo, de sus productos y habitantes, y un informe político de los lugares visitados. Cinco tomos más recogen las observaciones astronómicas, las descripciones de los instrumentos, los métodos de uso y los resultados de los relojes marinos; todo con sus respectivos borradores. Los cuadernos de los naturalistas van acompañados por una colección de animales disecados, un amplio repertorio de minerales y varios herbarios, que suman cerca de seis mil plantas; el conjunto identifica una naturaleza mortificada por el hombre, trastornada, desequilibrada, retorcida bruscamente en su armónico caminar; lo piensa Malaspina y lo escribe. La colección pictórica es notable: láminas botánicas, zoológicas, retratos de indios, panorámicas... El orgullo desborda al comandante. Está convencido de la utilidad inmediata que la corona sacará de su empresa. Su análisis político resulta ciertamente positivo. Los datos demuestran que los dominios americanos pueden ayudar al erario si se potencian las virtudes y se corrigen los defectos.
El 20 de agosto de 1790 la mayor parte de los oficiales han regresado a las corbetas. El propio Alejandro volvió a la Descubierta para dirigir con mano férrea el reembarco. En la residencia de La Magdalena permanecen alojados los naturalistas, el oficial Felipe Bauzá —dedicado a sus tareas hidrográficas—, los astrónomos Galiano y Concha —revisando el catálogo estelar— y el convaleciente José Bustamante, cuya recuperación dura ya dos meses. El día 15 de septiembre la expedición está lista para continuar el viaje, pero aún tardarán cinco días en salir del puerto. El pintor José del Pozo ha abandonado el barco. Es hábil, pero falto de disciplina y rinde poco. Malaspina lo ha despedido sin miramientos. Su compañero, José Guío, dejará la expedición más adelante, en Acapulco. Es laborioso, muy capaz y excelente dibujando plantas y animales; además de un experto disecador, colaborador habitual de Antonio Pineda, que lo estima. Nadie entiende la decisión de abandonar el barco. Otros ocuparán sus literas: Juan Ravenet y Fernando Brambilla, italianos, pintores al gusto del comandante. Contaron con otra baja, inesperada y sensible. El reloj número 13 ha dejado de funcionar. Poco pudo hacer el buen relojero limeño Pedro Pimentel, sino darle algo de cuerda. La avería superó sus posibilidades.
Amaneciendo el 20 de septiembre, la tripulación comienza a faenar ilusionada con largar velas al soplar la primera brisa. Vanos deseos. Tardarán. Hasta las once de la mañana no se hizo efectiva la salida. Por delante, hasta Acapulco, quedan unos cuantos meses de navegación, cuyo destino más inmediato es Guayaquil. Las corbetas rastrean ahora la línea costera buscando el vecino puerto de Paita, a escasas doscientas millas de El Callao. Un corto trayecto, acompañado por el molesto chirriar de las aves y el majestuoso nadar de las ballenas. Sonidos e imágenes entreveradas a la sombra de los Andes. Siete días bastaron para alcanzar el fondeadero, bastante concurrido. Buques, balsas y canoas se amontonan en sus aguas. La parada es muy breve, horas. El tiempo suficiente para determinar la longitud y latitud del paraje. Tienen prisa por avistar la región guayaquileña. Dos días tardan en ver Punta Arenas. Desde aquí, solo resta navegar el río Guayas para alcanzar la ciudad. El primero de octubre fondean en las inmediaciones de Guayaquil. Rápidamente, el gobernador sube a bordo de la Descubierta. Trae noticias de una Europa revolucionada, enfrentados unos contra otros. Un auténtico polvorín. También les informa del frustrado atentado perpetrado el pasado 18 de junio contra el secretario de Estado conde de Floridablanca. Acontecimientos graves, sí, pero atrasados.
Guayaquil es una amena y frondosa ciudad que mira al mar, ocupando una amplia extensión de terreno en la franja derecha del Guayas. Tierras fértiles abundantes en cacaoteros, cuyo perfume dispara la imaginación soñando con el delicioso chocolate que se obtiene de sus frutos. Las tareas a realizar son muchas. Hay que reconocer prolijamente el río —examinar el cauce, los islotes, medir las alturas, calcular posiciones—, cortar leña, realizar la aguada, distante y de mala calidad, y sombrear los barcos con una mano de pintura que los proteja del fulgurante sol que ilumina estos paralelos. Hay pocas manos para tantas ocupaciones. Los naturalistas han salido de excursión. Pineda se dirige a explorar los volcanes Chimborazo y Tungurahua. Los montañas de fuego le sugestionan. ¡Esconden tantos secretos! Durante el trayecto, de vez en cuando, realiza experimentos sobre la velocidad del sonido. Él, como otros muchos científicos de su época, aspira a comprobar empíricamente la validez de la teoría de Newton. La prueba es tan sencilla como ineficaz. Usando una maroma de considera ble longitud, se traza una línea recta en cuyos extremos se colocan sendos ayudantes. Uno, escopeta en mano, se encarga de disparar. El otro, provisto de un reloj de segundos, mide el tiempo trascurrido entre el avistamiento del humo y la percepción sonora del disparo. Inmune al desaliento, repite la prueba una y otra vez. Los fracasos se suceden, porque medir la velocidad del sonido no es tan simple como calcular un tiempo referido a una distancia, pero ni don Antonio ni los sabios de su época lo saben.
Visitando las naves, deambulan por cubierta el gobernador, su familia y gentes de postín que ayudaron desinteresadamente a los viajeros durante la estancia. Mostraron sus deseos de conocer los barcos, y los comandantes han sido condescendientes. Mera curiosidad, o tal vez no. Juan José Villalengua, regente de Guatemala, se cuenta entre los invitados. El caballero y su dama, la esposa, precisan viajar y no encuentran medio de transporte. Llevan criados y equipaje. Alejandro se hace el remolón, sopesa pros y contras, valora la conveniencia del favor frente al inconveniente del espacio y las atenciones requeridas por los pasajeros. Triunfó la diplomacia. Conviene tener amigos. Embarcarán hasta el puerto de El Realejo, aunque tendrán que pagar los gastos de habilitar una cámara alta sobre la zona del timón. Único espacio disponible para su alojamiento.
Veintiocho de octubre. Las corbetas están listas para abandonar Guayaquil. No hay prisa, porque la marea no cambia hasta el mediodía y salir antes supone una dificultad añadida. Panamá es la siguiente plaza a visitar. La navegación resultó peligrosa hasta alcanzar el golfo panameño. Violentas corrientes dificultan sobremanera el rumbo mientras una copiosa y pertinaz lluvia cae con fuerza sobre las embarcaciones. Un pequeño diluvio universal. En las inmediaciones del golfo vuelve la calma. La navegación se torna ahora sumamente placentera. El 16 de noviembre tocan puerto. La región combina amenas playas con áridas zonas montañosas y extensos bosques ajenos aún a la actividad del hombre y residencia habitual de plantas y animales dignos de atención. Los naturalistas se ocuparan de conocerlos. Los oficiales tienen tarea para largo determinando posiciones, midiendo el fondo costero, siguiendo la línea de sonda, conociendo la orografía, palpando el terreno. Todas las observaciones realizadas con sumo detalle, porque este istmo es el punto geográfico más apropiado —setecientos kilómetros separan el Pacífico y el Atlántico— para esa entelequia de unir ambos océanos ambicionada por los europeos desde que Vasco Núñez de Balboa descubriese el mar del Sur allá por el año 1513. El canal de Panamá es una solución inalcanzable todavía, pero hace siglos que se piensa.
El clima no ayuda. Frecuentes tormentas y violentas ráfagas de viento alteran la rutina. Lo propio finalizando noviembre, cuando cambia la estación. Los viajeros están en un país de oro. El metal amarillo abunda en los nacimientos y cursos de los ríos, se encuentra en lomas y parajes altos. Hay pepitas que pesan siete onzas. Los naturales no prestan atención a tanta riqueza, disfrutando de una vida contemplativa, tranquila, sin sobresaltos. En las islas adyacentes la población negra practica la pesca de perlas. Son sumamente diestros. Lo hacen de enero a mayo, cuando el agua está caliente. Bucean durante la bajamar, sumergiéndose a una profundidad de diez a doce brazas tantas veces como aguante el cuerpo. La mejor perla está siempre en la concha más cochambrosa. Los buceadores rara vez comen carne o marisco, se alimentan de arroz con coco, gachas de maíz y beben aguardiente. Lo hacen por tradición, por costumbre.
Concluidas las operaciones, se embarcan instrumentos y equipajes y la expedición está preparada para retomar la marcha. Con viento de nornoroeste, el día 12 de diciembre las corbetas parten rumbo al fondeadero de la vecina isla de Taboga. Una excursión para rellenar las pipas, porque aquí el agua es cristalina y abundante. La tarde del día 14 han concluido la tarea. Todavía es pronto, hay tiempo para lavar la ropa y descansar antes de la oración. De madrugada se hacen a la mar. Nuevas aventuras les esperan por las costas de Nicaragua, Costa Rica, Guatemala, México. Las tendrán, no todas felices.
El 19 de abril de 1793 la expedición alcanzaba el archipiélago de Mayorga, referido por el capitán Cook en su tercer viaje como Vavao o de los Amigos. Todo presagiaba una agradable estancia y un descanso reparador, si se tenían por ciertas las noticias del marino inglés sobre el carácter amistoso de sus habitantes. Los primeros días se destinaron al examen de los alrededores y a consolidar los lazos de amistad con los indígenas, cuya actitud fue en todo momento cordial, agasajándoles continuamente con bailes y cava, la bebida tradicional.La última actividad de la expediciónen las islas fue la toma de posesión del archipiélago en nombre deCarlos IV.
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