Estos dominios tienen especial interés para la monarquía, que libra una sigilosa pugna con Inglaterra por controlar la zona. Su riqueza pesquera y la estratégica posición geográfica justifican la disputa. De momento, la contienda se decanta hacia el lado inglés, gracias a nuestra proverbial habilidad para dejar las cosas en manos de Dios.
Desde la salida, el viento ayuda poco. La navegación resulta lenta, prosiguiendo a mar abierto durante algunos días. Hasta alcanzar la desembocadura del río Negro no se recupera la derrota costera. Puerto Deseado es la próxima parada. El nombre le viene de lejos. En 1586 recaló por estos pagos el corsario inglés Thomas Cavendish, más conocido como Navigator, que bautizó el paraje con el nombre de su velero, Desire; después se castellanizó. Un obelisco rectangular indica la entrada. No hay error posible. Es una ría de aproximadamente ocho leguas de largo con numerosas islas y frecuentes bajos; depósitos de arena y piedra que disminuyen abruptamente la profundidad aumentando el riesgo de encallar. Templanza, navegar despacio y echar la sonda constantemente es regla de manual en estos casos, aunque esta vez la bajamar pone al descubierto el peligroso fondo reduciendo el riesgo. Anochece el día 3 cuando las corbetas amarran. Es el primer jueves de diciembre. La escala será breve, pero convenientemente aprovechada. Renovaron la aguada, levantaron el plano portuario, observaron el firmamento y escrutaron la tierra recolectando bichos, plantas y piedras por doquier; objetos que servirán de pasatiempo a los naturalistas durante la arriesgada travesía por el cabo de Hornos. Hasta Fabio estuvo de caza. Mató un guanaco con más de dos quintales de peso. ¡Menudo festín les espera! Tuvieron la fortuna de hallar a los célebres patagones. Un regalo del cielo. Es un grupo pequeño. Conocen a José de la Peña, piloto del bergantín Carmen, y pronto vendrán a su encuentro. Algunos chapurrean el español porque en estos parajes existió la malograda colonia fundada por Francisco Viedma el año 1779, y aún se recuerdan las palabras. El idioma ayuda a confraternizar. La ocasión es inmejorable y Malaspina no pierde el tiempo. Desembarca intrigado. Es un hábil comunicador. Tiene don de gentes y sabe ganarse la confianza de estos felices nativos repartiendo galletas o regalando coloridas baratijas, que adornarán sus cuerpos durante meses. Son pacíficos y repudian el robo, aunque acostumbran a fumar tabaco y beben demasiado aguardiente. Lo leemos en la correspondencia de Fabio Ponzone, asombrado al contemplar un pueblo legendario. La tribu la componen unas sesenta almas. Hombres, niños ymujeres de constitución corpulenta y talla normal, contraviniendo su legendaria condición de gigantes. Antonio Pineda lo comprueba midiendo a varios indígenas y no se equivoca. Como tampoco lo hace estudiando sus costumbres y aprendiendo el idioma: sonidos vertidos con tinta en un novedoso vocabulario patagón. Palabras, actos y formas ignorados en Europa.
La salida de Puerto Deseado fue difícil. La siniestra orografía y las malas condiciones de navegación impiden la partida hasta el amanecer del decimocuarto día de diciembre, cuando el viento infla el velamen empujando las naves hacia el extremo occidental de las islas Malvinas. Puerto Egmont es el objetivo. Tres días bastan para avistar el fondeadero. Una travesía rápida, acompañados por ballenas y lobos marinos. Resguardándola del viento, una hilera de islas delimita la amplia bahía. Es uno de los mejores puertos conocidos, escribe el capitán Bustamante en su diario. Al suroeste se localiza un antiguo desembarcadero, antaño refugio de buques ingleses que se acercaban a estas aguas atraídos por la clandestinidad del lugar. Rápidamente se emprenden las labores de aprovisionamiento. Primero, renovar el agua y recoger leña; luego, sin pausa, instalar el observatorio y contemplar el cielo austral. Entre tanto, los naturalistas inspeccionan la playa con magníficos resultados. Estas aguas son excelentes criaderos de mejillones, lapas y caracoles, que alimentan a un número considerable de patos, gansos y somormujos. Faltan pocas jornadas para partir y los tripulantes disfrutan de un día de asueto. Andan desperdigados por los alrededores. Aprovechan para lavar la ropa y descansar al calor de las hogueras. Son solo rescoldos pero cuidado con el viento, capaz de avivar el ascua más insignificante y convertirla en fuego devastador. Imprudencia, desidia, torpeza, el incendio se propaga veloz. En poco tiempo una gigantesca columna de humo oculta el horizonte. Los astrónomos se desesperan temiendo que la humareda les impida observar el eclipse de Acuario previsto para la noche. Los hombres se emplean a fondo. Al anochecer las llamas están controladas. Por si acaso, un retén permanece ojo avizor. Al menos, vigilarán durante el tiempo que los oficiales necesiten para mirar por el telescopio. Después la providencia proveerá. Aquí no hay bomberos que pongan remedio a los fallos humanos.
Son las cinco de la mañana del 24 de diciembre. El viento que retiene a las corbetas amaina. Esta puede ser la oportunidad de abandonar el puerto. La Descubierta y la Atrevida inician precipitadamente las maniobras, levan anclas. Avanzan cautelosas hacia la punta septentrional del estrecho de Magallanes, también conocida como el cabo de las Vírgenes. Curioso nombre para un recóndito paraje, albergue de pingüinos. La explicación es sencilla. Buscando el canal que hoy lleva su nombre, aquí llegó Fernando Magallanes el 21 de octubre de 1520, festividad de santa Úrsula y las once mil vírgenes mártires; por eso el extravagante bautismo. Cuenta la leyenda que en los días de tormenta, entrecortadas por el rumor de la lluvia y el viento, se oyen las voces de los aguerridos marinos jaleando su esfuerzo a través del paso. Los viajeros no oyeron nada. Mejor. Por estos desangelados parajes no convienen los rumores de ultratumba. La costa del Fuego se muestra alta y nevada, ocultando valles y llanuras coloreadas por una vegetación multicolor elevada sobre una capa de nieve que anuncia el ocaso estival. Alcanzarán los 52 grados de latitud, y en esa región soplan vientos temibles apodados «los cincuenta furiosos»; luego, llegados al paso Drake, rugen «los sesenta aulladores», con olas cortas y empinadas arrastrando incontrolados icebergs que amenazan destruir las frágiles embarcaciones solo con pensarlo. Son contornos inciertos, donde la nada lo envuelve todo resquebrajando el ánimo del navegante, que sospecha el peligro de una naturaleza indómita. Acechan el frío, el hambre, la soledad, el naufragio. Y cuando la mirada busca el polo, un campo de hielo inunda el pensamiento, la desconfianza aumenta y cualquier esperanza se diluye imaginando un mar sólido insuflado de vida por el viento. Aventurarse por el océano austral es temerario, pero no hay marcha atrás. Ni es la primera vez ni será la última. Así se planificó y se ejecutará tal cual. No se construyeron estos barcos para sucumbir a los elementos, al menos en esta ocasión.
Es año nuevo. En la madrugada el horizonte se cubre de niebla y cae una granizada fina. Ayer quedó atrás la isla de los Estados. El estrecho de Maire no parece un paso aconsejable para que la marina mercante transite por la zona. Lo afirma Bustamante con conocimiento de causa. Doblar el cabo de Hornos es inminente. Hace frío incluso para los instrumentos. La temperatura del reloj número 10 descendió a siete grados, cuando debe oscilar entre nueve o diez. Si alcanza los cinco deja de funcionar correctamente. Las bajas temperaturas densifican el aceite protector aumentando la resistencia mecánica. El aparato se desajusta perdiendo fiabilidad. Hay que impedirlo a toda costa. El reloj se calienta con una vela hasta que recupera la temperatura. De ahora en adelante, se colocará en un camarote junto a un farol encendido que caldee día y noche el aire que lo rodea. Son eficaces remedios caseros ante adversidades oceánicas. También preocupa la salud de los marineros. Desde las islas Malvinas se aumentó la ración de pan, la de coles y el suministro de vino, que creció un cuartillo diario; si no cura, al menos reconforta. Recorrer la mar del sur fue menos terrible de lo esperado, incluso bonancible en algunos tramos. Los malos augurios no se cumplieron. Nadie diría que estos parajes son el horror de los navegantes, opina don José Bustamante: ¿será porque es un año benigno? El mar está proceloso, pero no impide el reconocimiento detallado de la costa. Mediado enero divisan el cabo Pilares, la entrada occidental del estrecho de Magallanes. Tierras áridas, altas y entrecortadas emergen a este lado, calcando la orografía de la Patagonia oriental.
Alcanzadas las aguas del Pacífico, las corbetas se dirigen a la isla Chiloé. El calendario marca el día 25 de enero. El puerto de San Carlos se intuye próximo. Tal vez es solo el deseo de unos hombres urgidos por pisar tierra firme. Fondearon la mañana del 5 de febrero. Poco tarda Malaspina en saludar al gobernador de la isla. Por su intermedio obtuvieron una estupenda casita, ciertamente, muy apropiada para establecer el observatorio. Rápidamente se desembarcan los instrumentos, y, en menos, se levanta la tienda que protegerá el péndulo. Guardianes del lugar quedan un pilotín y un soldado. Los viajeros llamaron la atención de los indios huiliches, que se acercan en sus piraguas. Habitan la provincia de Osorno y recientemente firmaron la paz. Cuarenta guerreros forman la comitiva. Ya en tierra, los nativos se dirigen hacia la residencia del gobernador guiados por el atronador sonido de las trompetas. Los manda el cacique Catiguala, que no tuvo reparo en dejarse retratar. Un gesto que le inmortalizó. El dibujo es un regalo para el rey Carlos como muestra de amistad. Es la primera vez que los huiliches se cruzan en el camino de la expedición y no será la última. Más adelante volverán a verse las caras en la intimidad de la Descubierta, porque Malaspina quiere conocer sus costumbres, su carácter, su forma de vida. Son tímidos, supersticiosos, idólatras, vengativos, robustos, bien formados. Hombres perezosos que dejan el trabajo a las mujeres, ocupadas en el campo y los telares; ambos sexos, diestros en consumir tabaco. Pagan impuestos desde los dieciocho hasta los cincuenta años. Un tributo de cinco pesos anuales, que abonan en especie. Ponchos primorosamente tejidos, tablas de aromática madera de alerce y muchos jamones engrosan anualmente las arcas del gobernador, que rinde cuentas al rey de España.
La estancia en Chiloé fue corta, y las deserciones numerosas. Los hombres llevan meses a bordo y muchos no quieren seguir navegando. Algunos embarcaron a la fuerza, lo sabemos; otros vinieron a América para quedarse, y lo intentan. Los comandantes anuncian severos castigos para los desertores, aunque el temor a las represalias se derrite como nieve bajo el sol ante la esperanza de una vida cómoda, sin fatigas. El soldado que vigilaba el barracón de los herreros huyó. Aún nadie se ha percatado de su ausencia. Se marchó robando un ternero de la mejor planta. Confiado, el infeliz se refugia en una choza cercana. Le ven y dan el chivatazo. Poco tardan en prenderlo. Francisco Viana se ocupa del caso y escuchará lo que tenga que decir, si hay algo que contar. Le perdió la codicia. Un acomodado labrador le prometió casamiento con una de sus hijas, haciéndole partícipe de su hacienda. Su condición militar se resquebrajó aplastada por el amor y el dinero. Tuvo un castigo ejemplar: carreras de baquetas. Pagó los platos rotos por los demás fugitivos. Resulta inhumano verle correr sobre cubierta, pasando entre dos filas de soldados que azotan con saña el torso desnudo, sangrante, despellejado. Cuando terminen, los médicos lo curarán. Es su oficio. No estaría de más que avisaran al cura.
El 19 de febrero reemprenden la marcha. Antes, pasaron tres días rebotando contra vientos y mareas. Finalmente logran dar vela. La expedición anhela llegar a Lima, la emblemática capital peruana, donde se ha programado un reparador descanso, dado el clima desfavorable reinante en los siguientes destinos. Será a partir del mes de mayo cuando lleguen las merecidas vacaciones. Hasta entonces quedan muchas millas por recorrer. Los puertos de Talcahuano, Valparaíso, Coquimbo, Arica, llegarán a su debido tiempo, por su orden.
El 19 de abril de 1793 la expedición alcanzaba el archipiélago de Mayorga, referido por el capitán Cook en su tercer viaje como Vavao o de los Amigos. Todo presagiaba una agradable estancia y un descanso reparador, si se tenían por ciertas las noticias del marino inglés sobre el carácter amistoso de sus habitantes. Los primeros días se destinaron al examen de los alrededores y a consolidar los lazos de amistad con los indígenas, cuya actitud fue en todo momento cordial, agasajándoles continuamente con bailes y cava, la bebida tradicional.La última actividad de la expediciónen las islas fue la toma de posesión del archipiélago en nombre deCarlos IV.
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